Los viajes que concluyen, la sensación de haber dejado unos pasos atrás cantidad de abismos y ya tener de frente al más grande, el que recogerá toda tu sombra, la inmensa llanura de lo mismo, los días que a partir de ahora serán siempre lo mismo. Eso sientes. Pasas por el puente con las manos cruzadas. Todavía se tienen así. Las manos ya no sirven. Ni el dedo. Rimbaud llamó al siglo XIX el siglo de las manos. Del XXI, ¿qué diremos? ¿Hay que decir algo?

A Hieronymus Bosch llegué gracias a Frank Almánzar, nuestro gran grafista, un ser que llevo como un tatuaje en el alma por su ternura, su obra, la alegría siempre infantil en sus palabras.

En esos finales de los 70 Bosch o el Bosco se convirtieron en la contrapartida de Santo Domingo: algo leve, alejado de las barricadas o de los brincos.

De aquél Bosco de papel, chiquito y mal impreso, pasé al original, nomás llegar pasar por Madrid en 1986. El nerviosismo, la inseguridad, me llevaron a darme de un tirón tres pastillas de tussioné y dos de caladril por si las moscas, un regalo de mi gran amigo Claudio –¿o fue el Súper? No sé. No importaba. Flotaba. Bajé por Gran Vía como un Zeppelín. Viré por Cibeles sin darme ni cuenta. Pasé por el perro de Goya sin tener la más mínima idea pero el frenazo fue mayor frente al “Niño de Vallecas”, que culpa la tenía el poema de León Felipe. Al virar por las salas del Greco, el alma se me tiró en seco por aquellas clases de Historia del Arte en el Liceo Estados Unidos. Velázquez, Tizziano, Rubens, todo eran páginas gigantes de la Enciclopedia Espasa Calpe. Cuando finalmente estaba frente al “Jardín de las Delicias” y el “Carro de Heno” y la mesa con “Los siete pecados capitales”, mi cerebro se movía como una licuadora y aquellos demonios se me diluían como el agua del estanque alcanzada por una buena pedrada. Como aquel estanque de la Plaza de la Cultura que una vez tuvo agua y era tan fresco todo y ahora ni siquiera los skaters pasan por ahí porque hay que dejarle su espacio a la basura.

Una vez que te instalas en ese rojizo infernal y que la fresa es algo más que una bola antes del helado, el Bosco podrá convertirse en tu peor consejero. Lo seguirás. Siempre habrá una mejor imagen, una idea más sugerente que aquella que especulaba sobre su misticismo o herejía. Podrás enterarte de todo y está bien. Pero el problema real comienza cuando antes y durante, el Bosco se te aparece junto a un Absinth, un material al que hay que darle una patada después de haberlo conversado lo suficiente, un café buenísimo con canela, el recuerdo de tus manos mientras alguna mosca se metía en el florero de plástico y Abreu no llegaba con el café y recordaba yo el uniforme azul doblando por la Nouel y si te descuidas y alguien tararea el “agárranse de las manos porque me voy” del Terror Días la patada sideral ya no será cuestión de posibilidad sino que ya estarás en la otra ciudad, en la “Ciudad de la Furia”.

Ese Bosco madrileño no fue suficiente. El artista tenía pocos cuadros en verdad, pero casi cada obra por ciudad: Munich, Lisboa, Viena, Rotterdam, París, Londres, Washington, entre otras, tenían sus marcas. A mediados de los Noventa, instalado ya en Berlín y a punto de arrancar para Tegel y recuperar a la Isla, me dije que no, que todavía no había visto a todo el Bosco europeo. Digamos: un día me quedé por estos lares por culpa del divino Bosco.

Es inevitable que algunos nombres se te hagan familiares a medida que vas pasando por los museos. La suerte está con las grandes retrospectivas. A Caravaggio lo descubrí en una gran exposición en 1992 en Florencia, ¡habiendo unos cuantos increíbles Caravaggios en Berlín! De Francis Bacon tuve una idea casi de vértigo en el Städel de Frankfurt, al igual que de Munch un año después. Y así y así.

Pero el Bosco se ponía lejos, muy lejos.

Los aniversarios, sin embargo, a veces tienen sus encantos.

Ahora el Prado reúne la más amplia exposición del Bosco. Ahora el viejo mapa de tantas ciudades se comprime en una sala inmensa. Ya no hay razones para ir a Venecia o a Kansas. Esta vez no se necesitaban estimulantes o frenos para no sucumbir a esas hogueras.

Con el Bosco descubre la capacidad de la síntesis, lo que pueden hacer tres trazos o dos bolitas que de repente te imaginas es un par paseando, conversando.

Estás aquí y sabes que por esas mismas ciudades incinerándose pasaron Breton y su tropa surrealista, el viejo tío Sigmund con sus lentes y sus represiones internas y los sueños que no le daban para más. También estará la Pizarnik y su “Extracción de la piedra de la locura”, y por qué, hasta sus condensas sangrientas.

El Bosco hermana. Ya estarás en alguna zona de la locura. Podrás alucinar con esa combinación de fantasmagoría medieval y la simple de un tipo orinando tras una puerta. San Antonio o San Jerónimo demostrarán todo el magnetismo divino pero también habrá tiempo para el amor, para que el perro tome agua de un río fresco, para que el gordo escape sobre un pez no tan gordo como él, para que una monja cague sus monedas, para que miles de poemas sean posible tras cada centímetro cuadrado.

El Bosco te devuelve a la ternura sabatina de las cinco de la tarde. O a un vaivén donde advertirás tu condena a lo grave, a los latidos, a un corazón que habrá perdido sus ritmos pero que todavía late. Sí: aquí se pierden los ritmos, los planos, las brújulas, porque cada imagen es como un copo de nieve.

Y también te hace feliz. Justamente eso es lo más extraño: la levedad de sus composiciones, la siempre variada gestualidad, la descorporización del ser, el convertir al cuerpo en espacio atravesado por objetos que serán valores que serán punzantes y que serán lo que tendrán que ser.

En tiempos donde el arte siempre contiene una moraleja, la obra del Bosco tiene un efecto relajante. Ciertamente habrá enciclopedias por hacer a partir de sus figuras, pero dicho bien postmodernamente: importante más la magia de la narración que los ditirambos en torno a los discursos, el poder, sus estrategias. Para asumir a Hieronymus Bosch no basta saber. Hay que dejarse. Hay que irse a sabiendas que será un nuevo hueso en tu médula, un tipo de sangre que solo los expertos reconocerán en tus estructuras. A diferencia de una historia de arte marcada por obras individuales y giros múltiples en los mismos autores –desde Rembrandt y con Picasso como el mayor estandarte-, la obra del Bosco podría pensarse como un solo cuadro con poco más de veinte variaciones. Podría imaginar todos esos trípticos y piezas en una inmensa pared y sí, eso es: un solo cuadro en más de veinte pedazos.

Podrás mirar todo lo que ha pasado después del Bosco pero si no lo miras atentamente a él sabrás que te faltará más de la mitad de todo el obrar humano. Así de simple. Y también así de trágico y de simple y loco y extremo, como la laguna donde inicia el Amazonas o los ojos desorbitados del conejo antes de que el mago lo saque del sombrero o del toro antes de ver al torero.

Y el Bosco te desvela. Pronto serán las dos de la mañana. Todo sobra sin embargo, a estas horas después del Bosco. Hasta el reloj, su clac clac. Y el desvelo. Y la obligación de cepillarse, pensando que todo volverá ser normal mañana. Y lo inevitable de este punto final que el anular asume. Clac.