Coincidiendo con el denominado mes de la familia el pasado viernes día 17 de noviembre 2017 junto a mi hermano José Horacio y el Lic. Julio César Pérez Díaz nos desplazamos desde la ciudad de Santiago hacia esas sureñas comunidades de la provincia de Puerto Plata –Fundación, Guananico y Bajabonico– con la finalidad de reciprocar una invitación extendida por unos primos hermanos cuyo infrecuente trato cuando era un niño los había convertido en parientes casi desconocidos.

Al sobresalto que siempre me produce el encuentro con amigos y familiares que hace mucho tiempo he dejado de ver y la excitación que todo viaje me suscita, se asociaba en esta ocasión un elemento que desde mi infancia forma parte del escenario donde mi padre vio la luz del mundo y a cuyos alrededores íbamos: como resultado de una vaguada estacionaria llovía con intermitencias torrenciales, los campos estaban sobresaturados de agua y tanto a la ida como a la vuelta la pluviosidad fue nuestra líquida compañía.

A quienes el viajar y conocer países y ciudades ubicadas en diferentes latitudes representa una buena parte de su vida sabemos, que la impresión despertada por ellas depende en buena medida del clima prevaleciente durante nuestra estadía, pues una cosa es visitar el norte de Italia o Serbia en el invierno y otra muy distinta hacerlo en el verano, o vacacionar en el lago Ypacaraí en Paraguay en los días lluviosos de primavera que en medio de la sequía del período estival.

En razón del temporal lluvioso que nos cortejó todo el tiempo surgieron en mi memoria las imágenes y figuraciones que desde muy niño contemplaba cuando iba a esos paternales lugares en el ferrocarril central dominicano, y éstas reapariciones predisponía mi espíritu, retrotraía mí ánimo, haciendo que en mi imaginación se proyectaran, como en un cine, vivencias y recuerdos ligados a esa edad felíz –entre los 5 y 10 años –donde hacemos asociaciones y descubrimientos esenciales en nuestro posterior comportamiento.

Como introducción a este trabajo debo indicar, que a principios de los años 50 del pasado siglo frente a nuestra casa de la antigua avenida Generalísimo en Los Laureles, Santiago, se mudaron el Sr. Apolinar Francisco –Polo– su esposa Julia y su hijo Luis procedentes de Fundación, Altamira, cuya interactuación y forma de hablar simbolizaban para mí el cibao profundo, la cultura cibaeña. Eran lo opuesto a los Rodríguez y Pérez Minaya que provenientes de la capital, y casi simultáneamente, se domiciliaron al lado de mi casa.

  Cuando llegamos a Fundación y gracias a las oportunas informaciones suministradas por nuestro conductor y pariente Julio César, observamos la enorme y espléndida propiedad que el Sr. Francisco poseía –aun se conserva la residencia con galería perimetral donde habitaban –en la localidad, así como la arruinada planta procesadora de café aún en pie ya que durante sus años de pujanza económica él era un exportador de este aromático grano que embarcaba desde Puerto Plata hacia los mercados internacionales.

En Fundación, donde residen los primos que vamos a visitar y hasta cierto punto reconocer física y anímicamente, abundan límpidos y rumorosos cursos de agua así como plantas de rulo, mandarinas y limón dulce con los frutos aun colgando de las ramas. Desde luego muchos árboles de cacao cuyas ramas cubren el paseo y parte del camino carretero; también numerosos cafetales muy descuidados bajo frondosos árboles de sombra y diversos conucos sembrados de frutos menores con fines de subsistencia. Enormes árboles forestales completan el paisaje.

Al visitar amigos que hace tiempo no frecuentamos lo primero a verificar son los lastimosos efectos que el paso del tiempo ha producido en el semblante que conocíamos, pero cuando son familiares próximos el inventario corporal que hacemos se concentra más bien en una sistemática inspección de su apariencia, de sus rasgos tanto faciales y del resto del cuerpo, así como de otros de naturaleza subjetiva entre los cuales citaremos su forma de hablar, el lenguaje gestual, tono de la voz, manera de reírse y modo mirar entre otros.

Mis septuagenarios primos Ramón Antonio, Agustín, Silvana, Nicolasa y Carmen Luisa, hijos de mi tío José Ramón, hermano de mi padre Ramón Antonio, guardan a nivel del rostro un parecido asombroso con su progenitor según recuerdo a éste –fallecido en 1961 –y desde la línea de los ojos hasta el mentón, incluyendo forma de la nariz, emplazamiento bucal, canal naso-labial y arco de Cupido, así como la manera de reírse acompañada de rítmicas sacudidas del cuerpo, rememoraban a mí tío. En ellos se cumple aquello de que al final terminamos pareciéndonos a nuestros padres.

Con discreción observaba el trazado de las cejas en las mujeres y el patrón de canicie y calvicie de los hombres y además sus posturas cuando estaban sentados o los movimientos de brazos y piernas al levantarse y caminar, y en la mayoría de las veces un aire de familia era posible detectar. Regocijo entre todos los presentes concitaron las historias y reseñas relativas a un tío paternal de nuestros progenitores apodado Felipito “La guinea”, un menudo y frágil personaje que se desplazaba a pie desde éstas altamireñas localidades hasta Puerto Plata, Santiago, Moca y otras alejadas ciudades.

En medio de las conversaciones se puso de manifiesto la existencia tanto en nuestra familia como en las vecinas parentescos tales como hermanos de padre o madre, hijos de crianza, hermanos de leche, y medios primos que me hicieron reflexionar en el sentido de que en el campo dominicano la legitimidad esperada era ésta, pues las condiciones naturales en que viven se prestan a una forzosa promiscuidad: falta de alumbrado público, diversiones mixtas como baños casi desnudos en ríos y aguaceros, realización de labores agropecuarias sin división de géneros y el juntarse y separarse de sus parejas cuando el apremio y el cansancio así lo deciden.

La lujuriante vegetación; un pesado silencio solo interrumpido por el canto de las aves canoras de la zona; un excitante olor a campo que parece estar domiciliado en estas campestres comunidades; la obligada observación de los animales que sin pudor obedecen las urgencias de su naturaleza y la presencia de jóvenes de ambos sexos en la primavera de sus vidas, contribuyen sin lugar a dudas a la ocurrencia de aquellas y otras bastardías que en mi pasado y hoy en día se registran a todo lo largo y ancho de esta media isla.

El hermano mayor –de padre –de mis primos llamado Domingo Mena Pérez estaba ausente en el memorable encuentro, y a la hora actual en un nonagenario residente en Miami quien posee una Maestría en Historia realizada en Cuba antes del triunfo castrista. No tengo la más remota idea de su estampa corporal. Julio César, quien nos transportó al campo, es hijo del primo Ramón Antonio desempeñándose actualmente como Director de un Centro Educativo Nocturno en Santiago y por su Maestría en Química imparte también docencia de esta asignatura en la UTESA.

Nos contó este último y aguerrido pariente que en razón de que el Liceo secundario estaba en Guananico distante a unos siete kilómetros de su casa, al iniciar su bachillerato realizado en horas nocturnas todas las tardes, y junto a un grupo de condiscípulos, debían recorrer esa distancia para asistir a clases e igual trayecto para retornar a sus viviendas, o sea, un total de catorce kilómetros diarios a veces lloviendo –por ahí llueve mucho –y con escasas posibilidades de que un camión o camioneta los acarreara.

Esta espartana demostración de que cuando se quiere se puede es un indicativo, no solo de la existencia de una paternidad responsable sino y sobre todo a la posesión en Julio César de un espíritu de sacrificio, de un tenaz temperamento que muchos desearíamos tener, y es por ello que su accionar en la sociedad se caracteriza por una austeridad invulnerable al asomo de cualquier inconducta común en jóvenes profesionales como la vanidad, la petulancia, la dipsomanía, la ludopatía, la presunción y demás.

Recuperar a estas alturas la familiaridad de un pariente como Julio César sin habernos costado las bellaquerías y travesuras que de niños comporta el trato entre deudos, es el mejor premio que a fines de año podemos recibir, y en su discurso, además de una cervantina pronunciación que envidiarían los enseñantes de gramática castellana, notamos planteamientos, razonamientos y propuestas poco usuales entre los dominicanos universitarios en los tiempos en que vivimos.

Al igual que el prosista mejicano Juan José Arreola (1918-2001) soy un enamorado de los nombres propios de lugares y personas, y el topónimo indígena Guananico es desde niño uno de ellos junto a Guazumal, Guayajayuco, Guayubín y Guaymate. Hacía más de medio siglo que no transitaba por sus calles aunque en este caso lo hacía en horas crepusculares y a través de un copioso aguacero. Degusté el borroso avistamiento de sus gentes, viviendas y agencias comerciales, recordando mucho a Rafael Díaz un condiscípulo universitario oriundo de aquí y a un destacado profesional apellidado Hiraldo, entre otros.

Todo el trayecto hasta Bajabonico y Santiago fue cerrado en agua, y si por si las pésimas condiciones meteorológicas no pudimos apersonarnos a la primera población, ellos me retrotrajeron a mis años de infancia cuando los vehículos que me transportaban debían detener su marcha por los diluvios, los temporales bíblicos que en aquel entonces caían en la zona. Recuerdo que no veíamos nada por el parabrisas y las calles del pueblo se convertían en furiosos y peligrosos cursos de agua. Bajabonico ha sido siempre para mí un pueblo pasado por agua.

La visita de reconocimiento y saludo a mis primos paternales en Fundación, Altamira, representó para el autor una peregrinación nostálgica, una oportunidad para evocar un paisaje que yace latente en lo más profundo de mi memoria, y como sucede con la Rosa de Jericó reclamaba la presencia de agua para recuperar el verdor perdido. Al conocer el camino y en espera de un tiempo más clemente, me gustaría hacer un viaje en solitario para detenerme en cualquier barranca, monte o sembradío para extasiarme ante el horizonte donde transcurrieron aquellos felices e inolvidables años infantiles.