Los anaqueles vaciándose, una mesa con superofertas, libros manoseados durante años y no vendidos, sí, porque siempre hay un ejemplar que no compras pero que sabes que está ahí, como un primo o un cuadro o un juego de tasas, fijo en su espacio, inamovible, cómplice de una memoria, de lo poco o mucho que has crecido.

Hay librerías que son como un acuario en el que surgiste y luego saltaste. Pienso la Libreía Mateca. Ahí conseguiste el primer Walt Whitman, alguna edición barata de Nietzsche y descubriste a Pessoa y a Levinas. Luego fuiste creciendo con nuevos nombres, portadas, títulos. Cada sábado los ocho pasos entre esos estantes eran tan intensos como los de un Zeppelin sobre Nueva York o un concierto de Bach interpretado por la Landowska o por Gould. Aquellos espacios se convertían en tu piel sabatina, uno de recarga para el resto de la semana o de la vida, la alegría de un texto que adquirías con la pasión de un niño y que nuevas flores kitsch se abriesen en tu dormitorio. Las buenas librerías siempre han tenido esa capacidad de rebajarte los años, de devolverte a esa condición de simple ser en un jardín zen, de alivianarte entre pequeños saltos de alegría, porque tendrás bien claro que hay palabras que salvan, casas que de repente salen de amarillentadas páginas –sean de Porrúa, Fondo de Cultura o de Losada- y te instalan en las bondades de sus patios recién llovidos. Digo buenas librerías porque dentro de ellas está el librero, el ayudante, algún ser con quien al conversar, alguien que sabes que te está regalando cosas hermosas.

Al principio de los libros de Santo Domingo estaba don Julio Postigo y su mítica Librería Dominicana en las Mercedes. En el centro del local, un gigante estante giratorio con cientos de libros de la Colección Austral. Antes y después, Nuevos Testamentos de "Gideon", gratis. Al fondo, las publicaciones de la Revista de Occidente, los recuerdos de La Poesía Sorprendida, o conversar con el poeta Francis Mieses Burgos mientras se convocaba al poeta André Breton, fugaz contertulio en una no menor fugaz librería.

Un par de esquinas al este, en la Meriño con Vicente Celestino Duarte, Casa Weber era el refugio de los místicos y los revolucionarios. Don Rodolfo Weber, poeta que merece ser releído, hacía y deshacía desde su mecedora, con esa alegría por hablarte de alguna novedad de su sello editorial, con esa bondad única suya. Entre los libros místicos de Kier y de Ediciones Infinito, estaba la Colección 70 y naturalmente los de Espasa Calpe. Cuando ya no se podía importar libros desde Argentina o México, don Rodolfo comenzó a poner los suyos. En medio de tantos ajetreos, publicaciones, libros autopublicados y viajes a San Pedro de Macorís, don Rodolfo se nos fue por ahí.

Al sur, la calle Arzobispo Nouel era la calle de las librerías. El sol salía en el Instituto del Libro. Aquellos viejitos, valencianos, los Escofet Hermanos, al fondo, siempre conversando en catalán, nos brindaban el más amplio espacio librero del Santo Domingo de los 70.

En la esquina, en la Nouel con Espailla, estaba la Librería Nacional, con aquel techo tan hermoso y las relucientes publicaciones de Editorial Progreso, recién salvadas de los férreos controles aduaneros de los Doce Años de Balaguer. Conversar con Franklyn Franco era una delicia.

En nuestra particular Vía Dolorosa de los sábados teníamos que pasar entonces por la Central de Libros, de Ramón Grullón, tal vez el editor más fiero de aquellos años, donde los libros se confundían con hermosas artesanías.

Luego teníamos que movernos dos esquinas al este, a la Nouel con Sánchez, donde la Librería América nos ofrecía sus laberintos, las manos sucias con las que todos salíamos, porque los libros se mantenían así, como ejércitos de terracotas sufriendo las inclemencias de la borrasca. Ahí estaba Pedro Bisonó, quien a pesar de ser Testigo de Jehová tenía de todo lo bueno y raro dentro de esos anaqueles, con precios puestos en lápiz, corrigiéndose, borrados y reescritos, porque "la vida mande que puebles esos caminos", como diría Pedro Mir.

En la Nouel con José Reyes todavía no llegaba la Trinitaria. Estaba en la Calle La Trinitaria, en San Carlos, en uno de los más extraños casos empresariales de los 70: una buena librería barrial. Pero un día llegarían Virtudes, Juan Báez y su sobrino Julio Castillo, para instalar un faro todavía luminoso, en la Nouel, aunque ya la mesita con descuento a la entrada nos advierte de una evidente metástasis.

Al doblar por la Duarte, el dilema era seguir hasta El Rinconcito de los Libros, en la calle Padre Billini, o cruzar hasta la Librería Internacional, de Héctor Western. En esta última compré mi primer libro, en 1970, en el estante que tenían en la Exposición Mundial del Libro o la Cultura.

El tiempo no siempre daba para seguir hasta la Librería Herrera, primero en Las Mercedes y luego en la Av. Bolívar. Tampoco era fácil luego llegar hasta la Librería Blasco, primero en la Av. Independencia –donde el PCD tendría su histórico local en 1978- y luego en la Av. Bolívar. Más tarde, lo complicado estaba coger un carro en el Parque Independencia hasta la Librería Mateca, en el barrio de Honduras. Pero sí. Los sábados tenían que ser sorteados.

Hay libros que son como poderosos imanes. Los hay también que son como abismos en los que tenías y tienes que caer. Librería Mateca comienza su último viaje. Entre cansancio, sueños, pequeñas alegrías, el cariño y la deuda de muchísima gente, don Santiago Povedano asume que no podrá celebrar los 40 años de esa embarcación en la que todos hemos sido felices: Librería Mateca. Anunciamos esta pérdida por muchísimas razones que ya ustedes conocerán. Por eso nos ahorramos su explicación. Sólo diré que todos nosotros somos culpables de que librerías míticas, con libreros de lujo como don Santiago, desaparezcan. Hágase esta pregunta el lector y verá las razones: ¿cuándo fue la última vez que compraste un libro y conversaste con el librero?

Profundo conocer de la filosofía y la literatura, Povedano trasladó a su librería sus gustos más que personales: filosofía clásica y moderna, literatura europea. Si se tenía dudas sobre escuelas, movimientos autores, y sin tener que pestañear, don Santiago nos aclaraba dudas y recomendaba textos con la  precisión de un espadachín samurái.

Aun y a pesar de toda esta tristeza, acompañaremos a don Santiago en sus últimos días como librero. Sabemos que él ni su esposa, doña Luisa Rodríguez, dejarán de sus vínculos con el papel, aunque tengan luego que asumir otros. Como cliente de la primera hora de Mateca, sólo me resta agradecerles tanta bondad y dedicación. Decirles que la felicidad siempre me ha embargado al verlos. Que no podemos dejarlos ir sin acompañarlos en este último trayecto. Que ellos se tienen que ir con todos nuestros agradecimientos. Que aunque amargo el trago de ir vaciando esos tramos, trataremos de reciprocar tanta dedicación en el arte de hacernos felices con tantos libros y autores en los que se ha fundamentado nuestra existencia.

A doña Luisa y don Santiago: gracias por tanta bondad, por tantos años haciéndonos partícipes de sus jardines.