La ingratitud de la nación con Juan Pablo Duarte es un tema recurrente cada 26 de enero. Los reiterados lamentos señalan que, por habernos legado la nacionalidad, tenemos una deuda impagada con su memoria. No hemos exaltado su figura adecuadamente. Porque la queja no se trueca en sugerencias que identifiquen y propongan la forma de pago somos reo de una vergonzante mezquindad. La magna tarea de definir qué hacer ha quedado pendiente y nadie se dispone a acometerla.
Cecilia Ayala, una descendiente de Vicente Celestino Duarte, en un discurso del 26 de enero del 2002 en Caracas, nos enrostra la desidia al respecto. “¿Que hemos hecho con la imagen gallarda de aquel hombre que con su varonil verbo congregó juventudes y arrastró voluntades en favor de una causa en la que pocos creían, con ese hombre de acendrado y vehemente patriotismo que personalmente entrenó y alzó en armas a un pueblo amodorrado en la lucha por la conquista de sus derechos civiles, con ese hombre que les dio una identidad, con ese hombre que rompió las cadenas de la ignominiosa servidumbre a las que un poder externo tenía ancladas?” (Ver Ayala, C. et. al., “Juan Pablo Duarte en la Venezuela del Siglo XIX”, Banco Central, 2014, p.128).
Duarte merece una apropiada exaltación por varias razones. No es solo que suya fue la idea primigenia de la independencia nacional. (Con Núñez de Cáceres asomó un intento fallido de identidad, pero anexándonos a la Gran Colombia.) Su épica lucha por la concreción de la idea fue de toda la vida, sin fisuras ni dobleces, aun cuando pasara la mitad de su vida en Venezuela. La trascendencia de ese aporte la magnifican los nobles rasgos de su conducta: su inquebrantable fe en la democracia, su respeto por los derechos humanos y su ejemplar moralidad. Pero el sello cumbre de su grandeza fue su recurrente desprendimiento frente a las oportunidades de alcanzar el poder político. A ese amasijo de virtudes no le hemos rendido el reconocimiento indebido.
Duarte murió en Caracas en 1876 y sus restos fueron traídos al país ocho años después para ser enterrados en la Capilla de los Inmortales de la Catedral de Santo Domingo. Sin embargo, no fue hasta 1893 que el Ayuntamiento de Santo Domingo quiso erigir una estatua en su honor, aunque la iniciativa incluía también homenajes a otras figuras trinitarias. Al asignarle la prioridad a Duarte se despertaron agrios recelos de personajes que alegaban que el verdadero Padre de la Patria fue Sanchez, mientras otros proponían a Santana. Para evitar las tensiones que esto provocaba el Congreso Nacional lo paralizo. Eventualmente Lilis solucionó el diferendo decretando a Duarte, Sanchez y Mella como los “Padres de la Patria”. Fue una decisión política para apaciguar los caldeados ánimos de los diferentes postulantes. (Ver Balcacer, Juan Daniel, “Vicisitudes de Juan Pablo Duarte”, Banco Central, 1998.)
La pereza nacional en rendir adecuado tributo a la grandeza de Duarte se manifiesta porque no fue hasta 1930 cuando Horacio Vázquez inauguro el primer monumento en su nombre: el Parque Duarte de la Ciudad Colonial. Lo sucedido desde entonces con su apoteosis sugiere que no hemos dado la espalda por completo a su gran hazaña. Pero los parques y avenidas con su nombre, el estatuario existente, las ofrendas florales y los discursos grandilocuentes no redimen con justicia la majestad de la figura histórica. ¿Será que al existir una triada de libertadores hemos evitado jerarquizar los aportes de cada uno?
Las estatuas existentes, por ejemplo, no exhiben las dimensiones que amerita su proceridad. La de Washington Heights de Nueva York es la más grande de todas, seguida de las del Parque Duarte de la Ciudad Colonial y la del Altar de la Patria. La de Montesinos es sin duda la más grande del país y, aunque su dimensión es merecida, debería quedar corta frente a la dedicada a Duarte. Con los bustos y los parques pasa lo mismo. El busto más grande es el de la plaza de la Autopista Las Américas. Pero tanto este como el del Pico Duarte, el del Roger Williams Park de Providence, Rhode Island (EEUU) y el que recientemente inauguraron en la Plaza de la Bandera no son enteramente fieles a los rasgos del patricio, tal y como aparecen en la foto que le hicieran en Caracas en 1873 cuando cumplió los 60 años. En cuanto a los parques que llevan su nombre no sobresale ninguno que tenga las dimensiones y la importancia que tienen otros, tanto en el país como en el extranjero.
¿Qué deberíamos hacer para equiparar la hazaña de Duarte con la parafernalia que la conmemore? Los juicios podrán diferir dependiendo de dónde emanen, pero pocos contrariarán el dictamen de que debemos comenzar por elevar la conciencia de la ciudadanía sobre los méritos y la trascendencia del patricio. Y eso no se logra con loas insulsas y discursos floridos en actos igualmente insípidos. Aunque la Ley 370-81 ordena la enseñanza de la obra de Duarte en las escuelas, la misma es letra muerta porque nunca se ha cumplido. Es preciso lograr que los escolares conozcan y mediten sobre su figura histórica.
La tarea de empoderar a los estudiantes es retadora pero enteramente posible. Lo primero que eso requeriría seria que el magisterio nacional internalice el necesario conocimiento para poder difuminarlo a sus estudiantes. En consecuencia, debería orquestarse una capacitación especial, preferiblemente a cargo de la ADP, para lograr esto. El Instituto Duartiano, en coordinación con el Ministerio de Educación, debería entonces orquestar concursos anuales donde se seleccionaría y premiaría el mejor ensayo sobre la figura de Duarte. Uno podría ser voluntario para los maestros y otro obligatorio para los estudiantes de secundaria. Un concurso adicional estaría dirigido a los adolescentes dominicanos residentes en el exterior. Los ensayos podrían focalizarse sobre algún rasgo especifico que exalte los valores que el encarnó.
Los concursos mencionados podrían orquestarse mediante una plataforma digital que contenga toda la información y los datos que puedan recopilarse sobre Duarte. Se incluirían libros, folletos, videos, películas y fotos, algunos de los cuales deben ser descargables para ser diseminados por las redes sociales. Las capacidades y herramientas que está desarrollando el programa Republica Digital, tanto para maestros como para estudiantes, permitirán manejar las tareas asociadas a los concursos con gran facilidad. De ahí que también sea posible pensar en subir a la red una Cartilla de Duarte para que los niños del sexto curso de la primaria participen. En su caso podría pensarse de un examen de selección múltiple sobre Duarte que tendría que tomarse por obligación al finalizar su año escolar.
Sin duda, las actividades sugeridas contribuirían no solo a desarrollar un sentido de identificación con la figura del patricio sino también con la obra cumbre de su vida que fue la creación de una identidad dominicana y una nación independiente. En la próxima entrega se ofrecerán sugerencias complementarias para homenajear a Duarte adecuadamente, logrando que la ciudadanía tenga un mayor nivel de conciencia sobre su insigne contribución a la patria.