LONDRES – De todos los desafíos que la humanidad ha enfrentado a lo largo de milenios, las enfermedades siempre han sido un enemigo especialmente brutal y hábil.
El impacto de las enfermedades moldeó la historia. Los aborígenes americanos fueron diezmados por enfermedades que llevaron los conquistadores españoles a México y Sudamérica; el «fornido Cortés» del poema de John Keats vino acompañado por enfermedades mortales como la viruela, el sarampión, la gripe y el tifus. A diferencia de los euroasiáticos, las poblaciones nativas del nuevo mundo no habían pasado varios miles de años evolucionando junto con animales y sus enfermedades. La consecuencia fue que las poblaciones indígenas americanas se redujeron aproximadamente el 90 % en los siglos XVI y XVII.
En Europa, por otra parte, la lucha contra las enfermedades fue un elemento formativo en el crecimiento de la autoridad política y el gobierno estatal a fines de la Edad Media y principios del Renacimiento. Plagas mortales como la peste negra llevaron a las autoridades de las ciudades estado del norte de Italia y otras partes a combatirlas con la higiene pública y cuarentenas. La Inglaterra de Enrique VIII y otros estados europeos dispusieron hospitales de aislamiento. Más tarde, Estados Unidos creó servicios de salud pública, en parte, para combatir la fiebre amarilla y otras epidemias.
Las campañas militares también estuvieron acompañadas por enfermedades. El principal general de Napoleón, Marshal Ney, escribió que «el general Hambruna y el general Invierno» diezmaron al ejército francés que marchó sobre —y luego debió retirarse de— Moscú en 1812. Pero los «generales Tifus y Tuberculosis» también hicieron lo suyo.
Las enfermedades pueden ser astutas e implacables. A pesar de los esfuerzos de la humanidad, las pandemias de gripe han asolado al mundo un promedio de tres veces por siglo durante los últimos 500 años. La más mortal de ellas fue nombrada erróneamente «gripe española» de 1918, aunque su primer caso se registró en Kansas. Es posible que esa pandemia haya matado más de 50 millones de personas en el mundo, más de las que murieron durante la Primera Guerra Mundial.
De hecho, en esa época los niños cantaban una escalofriante canción mientras saltaban la soga, en la cual la gripe entraba por la ventana como un pequeño pájaro: “I had a little bird / Its name was Enza. / I opened the window / And in-flew-Enza”.
Entonces, con el ataque al mundo del nuevo coronavirus COVID-19, ¿qué podemos aprender del pasado?
Por sobre todas las cosas, sabemos que los problemas mundiales requieren soluciones mundiales. Eso implica coordinar la investigación en salud y dotar a los países más pobres con recursos para que desarrollen sus sistemas sanitarios, un enfoque que ya ha demostrado su eficacia para combatir el paludismo. Además, la Organización Mundial de la Salud debiera ocupar el papel principal para protegernos de las epidemias. En especial centrándose, junto con los gobiernos nacionales, en la vigilancia de las enfermedades y las alertas relacionadas.
De hecho, es fundamental la investigación científica cuidadosa para la «gobernanza de los gérmenes», como ocurrió en el combate contra el cólera en Londres a mediados del siglo XIX. En ese entonces, un doctor llamado John Snow vagaba por la ciudad catalogando casos de la enfermedad. Mediante el uso de la geografía y la estadística, Snow ayudó a que el foco comenzara a desplazarse desde la salud del cuerpo individual y el tratamiento de los síntomas hacia la relevancia de la salud y el comportamiento de las poblaciones en su conjunto.
Lo fundamental fue que Snow aplicó el antiguo proverbio chino que sugiere extraer la verdad a partir de los hechos. De la misma manera, combatir la epidemia de COVID-19 no solo exige cambios en los patrones de comportamiento social con medidas como el autoaislamiento y las restricciones temporales a los viajes, sino también la difusión de la verdad al público. La gente debe enterarse a tiempo de lo que ocurre y lo que debe hacer.
Por eso debemos estar profundamente agradecidos a la heroica dedicación y compromiso de tantos médicos y profesionales de la salud chinos en la lucha contra este nuevo virus asesino. Su valiente lucha fue por el bien de todos nosotros.
Los líderes comunistas chinos, por otra parte, debieran responder ahora ciertas preguntas serias.
Cuando surgió un brote de una variante de la neumonía llamada SARS —síndrome respiratorio agudo severo— en el sur de China en noviembre de 2002, las autoridades centrales en Pekín lo ocultaron durante meses. Tal vez no fuera coincidencia que un nuevo líder chino, Hu Jintao, iba a asumir en la primavera de 2003. Es muy posible que las restricciones a la difusión del brote por parte del Partido Comunista de China y las demoras para informar a la OMS hayan reflejado la determinación de evitar deslucir su ascenso.
En esa ocasión, fue el valiente denunciante chino Jiang Yanyong quien ayudó a poner fin al encubrimiento. Las acciones internacionales concertadas evitaron luego que la epidemia de SARS se convirtiera en pandemia. Si esto no hubiese ocurrido, hubiera habido muchos más casos y muertes en todo el mundo.
Pero parece que cuando el nuevo coronavirus apareció a fines del año pasado, los líderes comunistas chinos, desafortunadamente, no habían aprendido nada de ese episodio previo. Otro valiente médico, Li Wenliang, y algunos de sus colegas intentaron dar la alarma sobre el nuevo virus en Wuhan en diciembre pasado. (Algunos informes, por ejemplo en el South China Morning Post, sugieren que pudo haber una inquietud creciente por su detección incluso antes). Pero Li y sus colegas fueron silenciado por la policía y amenazados con ser castigados a menos que mantuvieran el silencio.
La vida en Wuhan continuó entonces normalmente mientras se difundía la epidemia. Millones de personas abandonaron la ciudad y la provincia vecina para los festejos del Año Nuevo Chino (que terminaron con muchos funerales, incluido el de Li). Investigaciones de la Universidad de Southampton, que aún no han sido revisadas por expertos, sugieren que si las autoridades chinas hubiesen actuado antes, la tasa de infecciones se hubiera reducido tremendamente.
Las enfermedades matan. También lo hace el secreto de un régimen totalitario como el conducido por el presidente chino Xi Jinping, que censuró y cerró redes sociales cuando informaron lo que realmente estaba ocurriendo en Wuhan.
La adecuada vigilancia de amenazas potencialmente catastróficas para la salud pública requiere conocimiento y transparencia, tanto al interior de los países como entre ellos. Como nos demuestra una vez más la mortífera pandemia de COVID-19, decir la verdad salva vidas.
Traducción al español por www.Ant-Translation.com