Instalados en la llamada era global, vivimos en un mundo de información sobreabundante. La cultura está superpoblada de noticias, de reportajes, de imágenes. La sociedad digital,  la sociedad del conocimiento,  es también la sociedad de la información.  Las noticias van y vienen, invaden nuestra vida cotidiana a tal punto que llegamos a confundir la realidad misma con su representación mental o visual. Solemos reaccionar a ellas con una actitud cuasirreligiosa, de aceptación pura y simple, por fe. Creemos en todo lo que nos informan los medios. Pero la información requiere siempre de una lectura crítica.  Requiere ser leída, descifrada, descodificada: deconstruida. 

Mi memoria visual registra imágenes turbulentas de diversos escenarios de esta época convulsa. La televisión me los ha dado a conocer: Afganistán, Irak, Libia, Siria, Palestina… Me he acostumbrado al espectáculo del horror en la pantalla chica. Al principio las imágenes que contemplo me impresionan y me conmueven, pero luego se vuelven normales, suceso trivial a fuerza de repetirse.  La tragedia se torna espectáculo. Digiero el infortunio de mis semejantes.  El mal se despoja de su carácter trágico: se banaliza. Todo se trivializa: se desdramatiza. El infierno de los otros pronto deja de impresionarme y conmoverme. 

Los medios no sólo muestran: también ocultan. No sólo ocultan: también simulan. En nuestro imaginario la información que recibimos -similar a las imágenes- posee un efecto de veracidad, como si perteneciera, por derecho propio, a un régimen de verdad y creencia. En este régimen toda información sería per se verdadera, indubitable. Hemos establecido una falsa relación de identidad entre información y objetividad, información y verdad. En virtud de ello, la información sería un relato de verdad. Nos hemos habituado a aceptar sin más toda noticia, toda información, toda imagen del mundo salida de los medios como verdadera, absolutamente cierta, sin criticarla ni cuestionarla a fondo. Insisto: incurrimos en la creencia de todo cuanto se nos informa.  Pero de lo que se trata es de aprender a leer con auténtico sentido crítico la información que prolifera en nuestro mundo; aprender a interpretarla, a descifrarla,  a descodificarla: a deconstruirla. 

Vuelvo ahora al propósito de Habermas de una “comunicación libre y sin distorsiones”.  Para lograr ese objetivo emancipador, creo preciso adoptar una norma o un principio de acción universal que ya se ha vuelto divisa común: hablarle con claridad al poder.  El palestino Edward Said describía al verdadero intelectual como el “autor de un lenguaje que se esfuerza por decirle la verdad al poder”.  Los anglosajones lo expresan en una frase idiomática: “speak truth to power”.  Tal vez sea esta, de entre todas, la tarea más importante del intelectual.  Para éste, es imperativo comprometerse en un ejercicio de claridad conceptual y expresiva en los diversos escenarios en que actúa: la investigación científica, la escritura y publicación de libros, el artículo periodístico, la charla o conferencia pública, la enseñanza media, el aula universitaria, la comparecencia en los medios. Pensar a fondo, comunicar su visión, hablar y decir claro las cosas.

¿Qué significa hoy hablarle claro, decirle la verdad al poder?  No hay nada más susceptible a la crítica y la denuncia que el poder. Aun cuando se reviste de ropaje democrático, suele incomodarle la disensión.  Si la admite es a duras penas y siempre a regañadientes. Al poder le gusta intimidar y acallar.  Espera y demanda de nosotros el asentimiento irreflexivo, la adhesión estricta, un sí claro, rotundo e incondicional.  Al mismo tiempo, en virtud de su elasticidad y su flexibilidad, de su capacidad de recuperación, el sistema que sostiene al poder es capaz de recuperar la crítica más incisiva y violenta, y de volverla a su favor.  La sociedad de consumo, por ejemplo, es también la sociedad de la denuncia del consumo.  Todo “anti” parece poder ser recuperado y convertido en un nuevo “pro” en favor del sistema. Pero la denuncia del consumo no siempre es recuperada. No toda contracultura es recuperable.  De ahí la pertinencia de la crítica a contracorriente, del contradiscurso al poder, del contrapoder.

Los denominados “intelectuales mediáticos”, que suelen confundirse con los informadores públicos, son responsables de difundir una doxa, una opinión generalizada y al parecer consensuada. Pretenden ser los detentores naturales de la opinión pública y del consenso. Existe un discurso general, cuasioficial, pseudolegítimo, formateado por los poderes mediáticos.  Esos poderes se hallan,  tanto al nivel local como global, en manos de grandes corporaciones financieras, de lobbies político-económicos, de grupos empresariales a los que se vinculan estrechamente grupos editoriales y académicos.  En el ejercicio de esa doxa, de ese discurso formateado, se recurre hoy sin ningún tipo de escrúpulos a todos los recursos del poder (desde el chantaje, el soborno, la intimidación, la mentira y el engaño conscientes, hasta la censura y la autocensura en los medios) para justificar políticas hegemónicas y guerras de saqueo y despojo en nombre de la “guerra contra el terror”, o simplemente para fines de perpetuar la opresión. La guerra de agresión contra Irak es el ejemplo más elocuente.

Con Jacques Derrida, pienso que resistir hoy a la doxa oficial, pseudocrítica y pseudodemocrática, es una exigencia  ética en la era global.  Esta resistencia no significa rechazo a los medios masivos de comunicación.  No sugiero que se deba evitarlos o que haya que negarse a aparecer en ellos.  Por el contrario, hay que procurar estar de algún modo presente en los medios; es incluso recomendable crear y mantener cierto “espacio mediático”.  Hablo con el ejemplo. Tengo este espacio y me valgo de él para llegar a otros.  Pero también creo necesario dosificar esa presencia.  El intelectual no es un monje ni un puritano, pero tampoco una vedete pública. Ni exhibicionismo mediático ni puritanismo antimediático. Es erróneo negarse a intervenir en los debates de la contemporaneidad. Lo esencial es desarrollar los medios, ampliarlos, diversificarlos, democratizarlos; retarles a asumir una “comunicación libre y sin distorsiones”, como desea Habermas. La tarea pendiente consiste en exigir que los medios asuman su responsabilidad ineludible en una sociedad llamada a ser cada vez más transparente, más democrática y participativa, más justa y libertaria.

Comprender la realidad de nuestra época significa comprender también la naturaleza de los poderes mediáticos.  Tal comprensión conduce forzosamente a la crítica de esos poderes. Tal vez haga falta una semiótica de la comunicación que ponga énfasis tanto en el plano del significante como en el plano del significado. En un entorno sociocultural cada vez más mutante, más interrelacionado, más interdependiente e intercultural, no basta con tener mayor acceso a una información libre y no distorsionada; es preciso también juzgarla reconociendo sus intenciones, sus contextos, sus usos y abusos, sus posibles implicaciones ideológicas y políticas. 

Ya lo sabemos bien a fuerza de constatarlo a diario: en la era de internet, un mayor acceso a la información no impide la estupidez colectiva, ni la enajenación social, ni la manipulación mediática; antes bien, y paradójicamente, las potencian. De ahí el imperativo de estos tiempos: leer críticamente la noticia, pensar la información, deconstruir la fabricación de opinión y consenso.