En sociedades con bajos estándares autocríticos los medios de masa tienen capacidades inmensas para fabricar percepciones y “virtualizar” situaciones. La virtualización es la aptitud de presentar las cosas que son como si no fueran y las que no son como si fueran.   Las percepciones, por su parte, son interpretaciones de la realidad a partir de condicionamientos internos y externos. No obstante, la conectividad tecnológica de nuestros tiempos le ha permitido al individuo acceder a diversas fuentes de información y hacer sus propias asimilaciones de la realidad.

El ciudadano promedio conoce, por nombres y apellidos, a los dueños de los medios de masa. Esa posibilidad se facilita aún más en nuestro país por la alta concentración de ellos en pocas manos. Por más subliminales y finos que sean los hilos que conectan la información con los intereses de los dueños de medios, existe, en la base social, un claro discernimiento para reconocerlos. Aquellos tiempos en los que la opinión de la prensa era palabra de Dios, pasaron.  Habitamos en una vecindad de intereses muy pequeña.

El derecho a una información objetiva y veraz en la República Dominicana atraviesa por uno de sus momentos más críticos. La concentración de los medios en grupos económicos y políticos ha convertido la información en un producto tan complejo que muy pronto se necesitará, para entenderla o decodificarla, de un instructivo de uso. Esto es así porque, antes de salir, el hecho informativo pasa por redes muy finas de disección, selección y procesamiento. Quien decide lo que se emite o publica, al final de cuentas, no es el medio sino los intereses de sus dueños. Lo peor es que muchos de esos grupos corporativos participan activamente en contrataciones con el Estado; otros son concesionarios de servicios públicos estratégicos y todos intervienen en un mercado que se supone estar regido por reglas de competencia. Esa realidad constriñe severamente la información e impone la autocensura como norma tácita del ejercicio informativo.

Les pregunté si me aceptaban como colaborador habitual de opinión. Ligeramente confundidos, se miraron y, después de un breve silencio, uno de ellos me respondió: “¿y el papel del periódico aguantará tu pluma, Taveras?” Todos nos reímos

En esa perversa dinámica hasta la más cotidiana información puede venir contaminada, así, por ejemplo, un medio controlado por un grupo constructor de obras públicas denuncia la falta de una infraestructura en una comunidad. Este hecho, interpretado como un ejercicio socialmente responsable de la información, puede responder al interés del grupo para inducir al gobierno a la construcción de la obra y así licitar en condiciones competitivas ventajosas. Lo mismo puede decirse de un grupo con inversiones en el sector de la generación energética cuando abruma las líneas informativas con noticias sobre los apagones para presionar al gobierno a pagarle deudas atrasadas; o cuando genera artificiosamente una crisis sobre las condiciones de prestación de un servicio público concesionado a la competencia para sacarla. Autores como Chomsky y Herman en su obra “La manufacturación del consentimiento: la economía política de los medios masivos” (1988) analizan cómo los factores del libre mercado contribuyen a exacerbar los prejuicios editoriales y la autocensura en los medios privados. Su argumento es que las condiciones del mercado llevan a los medios a defender los grandes intereses corporativos o gubernamentales para evitar retaliación de parte de estos. El modelo de análisis desarrollado por estos autores sugiere que “la función social de los medios de comunicación es inculcar y defender la agenda económica, social y política de los grupos privilegiados que dominan la sociedad y el Estado”. La idea de que los medios pueden ser “veraces” y “objetivos” es pura propaganda, ya que la propia estructura del mercado lleva a los medios privados a especializarse en un doble sentido: a) a difundir un producto cultural/informativo entretenido sin ninguna dimensión creadora de conciencia social; y b) a defender los intereses de los grupos económicos propietarios o de los que dependen financieramente.

En ese contexto, este artículo nunca podría aparecer en algunos de los principales diarios nacionales. Es más, el solo nombre de su autor bastaría para tirarlo al zafacón virtual. En una ocasión compartí socialmente con dos directores de medios. Les pregunté si me aceptaban como colaborador habitual de opinión. Ligeramente confundidos, se miraron y, después de un breve silencio, uno de ellos me respondió: “¿y el papel del periódico aguantará tu pluma, Taveras?” Todos nos reímos

Muchos periodistas y comunicadores han perdido su identidad personal y su realización individual en los medios porque hasta sus rostros revelan emblemáticamente los intereses de sus dueños. Eso es enajenante. He dejado de ver televisión local porque sé de antemano las posiciones en juego en función de los intereses comprometidos. Los programas de radio son una perfumería con estantes de distintas fragancias: oficialistas, opositoras y corporativas. Cada quien tiene su marca y hasta su precio. El lector, oyente o televidente tiene que hacer una síntesis para aproximarse más objetivamente a la verdad a partir de sus propias deducciones.

El tema es tan crítico que hay periódicos cuyo contenido refleja milimétricamente las cuotas accionarias de las empresas que los controlan. Esos medios de expresión negociada o repartida han perdido lectoría e influencia pública. De líderes en el mercado pasaron a ser diarios de clubes porque la población, aún más llana, conoce lo que hay detrás. Son máquinas de estrategias mediáticas y escudos de defensa de agendas económicas.

Hace algunas décadas el problema era de libertad, ahora de autocensura. Las trabas a la libre expresión la imponía el gatillo o las agencias de seguridad del Estado; hoy, la conveniencia del mercado o los compromisos con el gobierno. La misma peste con distinta etiqueta.

El control de la libertad de prensa e información en la República Dominicana es concentrado, privado y absoluto como lo es el derecho de propiedad.  Quien escribe en un medio debe conocer las colindancias de intereses de sus dueños: sus relaciones sociales, comerciales, políticas y religiosas, así como sus ocios, hábitos de consumo y ¡hasta sus preferencias sexuales! Eso confina al comunicador a un temario de liviandades incoloras, inodoras e insípidas, al tiempo de castrar su responsabilidad social. Por eso la prensa del estatus quo es tan pálida, abstracta y eufemística. Y es que, como declaraba el prestigioso periodista  e historiador polaco, Ryszard Kapuściński, “cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”.

El cuadro adquiere matices surrealistas cuando, a lo antes descrito, se le suma la saturación repetitiva de la misma información. En la radio y la televisión dominicanas actualmente se emiten 873 programas de opinión, todos estructurados bajo el mismo formato de comentarios libres e interactivos, con bajos criterios de producción y basados en la interpretación subjetiva e improvisada de la información que recogen los mismos diarios del día. Pocos aportan valor agregado de producción propia o de investigación. Es una comunicación empírica, repentista y mimética que manipula la información de forma socialmente irresponsable a partir de agendas políticas y particulares retribuidas. Su misión es crear, manejar o diluir, dependiendo de la estrategia, percepciones sobre personas e intereses.

Gracias a Dios por las redes sociales. Es el escenario de la democracia perfecta. Ellas han invertido el triángulo. En el pasado la información era vertical: en el vértice estaban los centros de poder y, en la base, los consumidores pasivos de la información social. Antes, los medios tradicionales decidían qué era noticia, un “producto” que ya venía procesado; ahora la información es horizontal; cada quien la produce de forma relevante desde las propias redes, en las cuales los medios son unos usuarios más. Su potencial es inconmensurable y su expansión infinitamente lineal. Hay contenidos en las redes que reciben más lectoría que dos de esos diarios juntos y en menos tiempo.

En este rompecabezas cada medio le pone sus gafas a la misma información. Ese condicionamiento obliga al lector o consumidor a hacerse un aprendiz de brujo o clarividente para poder discernir el interés arropado en la información sesgada. Eso es secuestrar la verdad, deformar la comunicación y robarle su misión trascendente, pero ¿quién puede hablar? una “alimaña rara” como el autor de este trabajo, que en una década de opinión ha recibido las más desdeñosas marcas ideológicas. Eso, lejos de fastidiarme, me autoconfirma, y el placer de esa libertad -les juro- es inmortal.