París se jacta de tantos clichés que puede resultar cansado citarlos: la ciudad de los enamorados con el río Sena y su torre y, de fondo, bulevares famosos; restaurantes que ofrecen lo mejor de la french cuisine y por último sus museos (con turistas incluidos) que se cuentan por cientos. Un par de ellos, el Marmottan-Monet y el de Luxemburgo, hoy recuerdan a Camille Pissarro. Pero, quién era este personaje, cuyo nombre nos evoca más a aquél que sometió a los incas en el Perú (se escribe con ‘zeta’) y no a uno de los pintores impresionistas más emblemáticos.

Seguramente el impresionismo es la corriente más celebrada por el « grand public », pero en sus inicios, la gente aborreció esa nueva forma de pintar, basada precisamente en las impresiones de cada artista: encuadres atípicos; el uso de colores vivos; trazos torpes, ignorando la técnica académica y por consiguiente, formas imprecisas de escenas y personajes cotidianos.
Como todo movimiento digno de ese nombre, quería distanciarse de la tradición, que no pasaba de retratar escenas bíblicas (el martirio de SanQuiénSabe), mitológicas o de índole histórica (la batalla de no-sé-cuándo). Tanto, que en 1874 sólo fueron admitidos en el local del fotógrafo Nadar, pues el resto de los recintos les habían cerrado las puertas.

Pissarro, nacido en 1830 la isla caribeña de Saint Thomas, que por entonces pertenecía a Dinamarca (hoy Islas Vírgenes), participaría entusiastamente en dicha exposición. Hacía casi veinte años que había llegado a Francia huyendo del negocio familiar (vendían refacciones para barcos) y habiendo pasado antes por Venezuela, con el también pintor Melbye. Allí conoce a la ‘intelectualidad’ de la época, se hace amigo de Monet y Guillaumin, también aconsejara a otros como a Gauguin quien lo llama maestro. Cézanne fue él que lo bautizaría como el primero de los impresionistas (por lo menos en edad, dirán los inconformes).

Siguiendo con los clichés, un artista sin apuros económicos no es tal y Camille no fue la excepción. Gracias a Paul Durand-Ruel, un marchante visionario que le organiza una exposición en 1892, logra vender algunos cuadros que le permitirán respirar un poco. ¿Por eso luego se habrá instalado en el campo, para gastar menos y esconderse de sus acreedores? Era una casita modesta en Éragny-sur-Epte, que gracias a un préstamo de Monet logra comprar.

Es precisamente este periodo (1884-1903) que podemos admirar en el Museo de Luxemburgo: «Pissarro à Éragny, la nature retrouvée ». La exposición que concluye mediados de julio muestra un centenar de cuadros y dibujos pocos conocidos, que realizó en su residencia campirana rodeado de la naturaleza y alejado del bullicio y de la falsa sociedad (si José Alfredo me permite la cita).
Por cierto que el Museo de Luxemburgo fue el primer museo abierto al público, data desde 1750 y poco después fue el primer museo de arte contemporáneo. Se encuentra en el maravilloso Jardin de Luxembourg, donde también está la sede del Senado (Palais du Luxembourg).

Habían pasado más de treinta años sin que se expusiera el arte de Pissarro en la capital de Francia, mientras que ahora hay dos simultáneamente. En el Museo Marmottan-Monet (que antes fue un coto de caza) la muestra es retrospectiva, incluye los primeros cuadros de su juventud Caribe hasta las grandes series urbanas de Le Havre, Rouen y el mismo París. Además, fue el único pintor que participó en las ocho exposiciones de los impresionistas; defendió a Signac; inspiró a Seurat y por su temple amigable pero comprometido y militante a la vez, le conocían como el primero de los impresionistas…
En fin, como lo he mencionado, las exposiciones terminan con el mes de julio. Claro que si uno anduviera por allá se dejaría consentir por sus clichés…