Dejémonos de embustes. Ver, envuelto en paños mugrientos, el cuerpo, y más que el cuerpo, lo que quedó del rostro de aquel barbudo, canoso y sucio, que dedicó su vida a luchar contra el gran monstruo occidental, verlo a él, deshecho de vida, vestido con todas las interrogantes de la muerte, sería una experiencia excitante. Esa excitación no viene sólo de ser quien era. La muerte tiene la virtud, si se nos permite tal calificativo, de producir fascinación y angustia. Pero sin duda, siendo el icono que era, aquél que mostraba, con la soberbia que le era característica, su barba, cada vez más blanquecina,  desde las más distintas madrigueras del mundo árabe, siendo más símbolo que hombre, su muerte – de la carne, que no del símbolo-  se hace aún más interesante. Queremos ver cualquier cosa, aunque sea un montaje….

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Los medios de comunicación, el internet y otros demonios, han cambiado nuestra manera de ver el mundo y transformado nuestra cultura. Hoy, 8 de Mayo, 66 aniversario de la victoria sobre Alemania en la Segunda Guerra Mundial, podemos dedicar algunos minutos a reflexionar sobre la guerra y cómo ella también ha cambiado. El libro “A paso de Cangrejo” de Umberto Eco inicia con un artículo titulado “Algunas reflexiones sobre la guerra y la paz”. En ese texto, el filósofo  italiano reflexiona sobre la evolución de la guerra, desde lo que él llama las paleoguerras, y pasando por la guerra fría, hasta llegar a las neoguerras, iniciadas con la guerra del Golfo. Y claro, no se puede pensar en la guerra sin pensar a la vez en su contraparte, la paz; de ahí el nombre del artículo.

Desde que hay Historia y, más aún, ser humano que marche sobre la tierra, ha habido conflictos entre los hombres. Ser hombre supone haber pactado, también, con el Diablo. Eco distingue en un primer momento las paleoguerras, frontales y territoriales, las cuales apenas afectaban a los países  que no estaban envueltos en el conflicto. La guerra fría, como etapa transicional, posee sus cualidades propias. Fue un periodo de “equilibrio del terror”, una “paz beligerante” o una “tensión de beligerancia pacífica”. Era la paz del más fuerte. Dos superpotencias, y la amenaza que representaba la guerra real y efectiva entre ellas, consiguieron una relativa paz en países del primer  y el segundo mundo, a costas, claro, de tumultuosos movimientos armados en países del tercer mundo. El mundo, o más bien los hombres se dividieron en dos: en comunistas y capitalistas.

Lo que Eco llama las neoguerras comienzan con la guerra del Golfo. Allí la golbalización comienza a decir presente. El ejército iraquí fue armado por las industrias estadounidenses, pero Estados Unidos no podría producir sus armas sin el petróleo proveniente de los países árabes. Se promovieron también las bombas y mísiles inteligentes. La cobertura mediática había ayudado a impulsar otro tipo de guerra. Se debía evitar al máximo, por primera vez de manera práctica, la muerte de civiles como de las propias tropas. Las tropas eran antes instrumentos cuyo valor consistía justamente en el hecho de dar la vida por la patria, en no hablar ni siendo torturados.

La guerra contra el terrorismo no es una guerra territorial, ni contra una nación. En este tipo de guerras el enemigo está en todas partes. Está escondido en casa. Las superpotencias ya no son intocables. Los atentados nos han descubierto los ojos: el “ojo del ciclón” tampoco es seguro. Esta guerra despertó la xenofobia, los viejos recuerdos de las guerras entre las civilizaciones cristiana y musulmán. Ojo: al-Qaeda no es el Islam.

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La muerte, luego de años de persecución del personaje y su hueste, podría haberlo convertido en un mártir. Su mayor hazaña, aquélla que, rompiendo los límites de la realidad, quedó grabada en nuestra memoria, no sin el brazo amigo de los medios de comunicación, ya lo había convertido en un héroe.

Las huellas de un comienzo, sus imágenes, nos llevan a reclamar las imágenes del fin. Algunos, incrédulos, de la misma estirpe que el Apóstol Tomás, se proponen dudar hasta no ver, con los ojos que les son propios, el cuerpo muerto del líder de al-Qaeda ¿Es acaso verosímil creer que Obama se expondría al ridículo a poco más de un año de las presidenciales? ¿Creer que no es cierto incluso después que miembros de al-Qaeda reconocieron su muerte? ¿Qué quieren, en secreto, estos incrédulos?

¿Han alimentado los medios de comunicación nuestro deseo, casi perverso, aunque bien humano, de ver? ¿No podemos, planteándolo de otro modo, decir que nuestro deseo de ver ha alimentado los medios? En todo caso, esta cultura de la información es muy distinta de la cultura de hace un siglo. Sea de oriente o de occidente, de la cultura humana en toda su extensión. La era de la información llegó para quedarse. Nos toca a nosotros aprender a vivir en ella, sin dejar que sea ella la jefa.

La operación estadounidense es y será cuestionable, pero no injustificable. Es más bien una victoria política que militar. La operatividad de al-Qaeda, en ello parecen acordar los analistas, está prácticamente intacta. Sin embargo, la única decepción que nos queda, a todos, es no poder ver el bendito cuerpo. Saludamos la decisión, acertada a nuestros ojos, de Obama. Ningún par de ojos fue hecho para verlo todo. Esperemos poder convertir nuestras ganas de ver muertos en deseo de conocer vivos…