Los amigos con los que debato me acusan de ser un idealista, de escribir sobre estrellitas y pajaritos preñados. Por querer una democracia perfecta, donde el poder emane del pueblo y no de los gobernantes; donde estos y todos los que delincan paguen sus faltas ante la ley; donde el congreso no sea un sello gomígrafo que apruebe leyes sin siquiera leerlas o un sastre que las haga a la medida de los presidentes; donde la prensa sea libre y crítica y no esté llena de bocinas; por todo esto me acusan de vivir en una torre de marfil. Lo achacan al hecho de que vivo en Europa desde hace una década y media. De esta manera pretenden descalificarme, invitándome a volver al terruño para que mi visión de la cosa pública se haga “realista”. No se lo tomo en cuenta. No lo tomo como un insulto sino como un halago. Y es que los idealistas son necesarios.
Los idealistas, al trazar metas aparentemente inalcanzables, incrementan el nivel de los logros reales. Pensemos en un atleta de nivel mundial, pensemos, por ejemplo, en Félix Sánchez. Si Sánchez se hubiera conformado con metas mediocres, con metas “realistas”, si se hubiera conformado con superar apenas los tiempos de corredores que le eran inferiores, no hubiera alcanzado las cúspides del éxito que alcanzó. En nuestro país, los políticos hacen precisamente lo contrario: cuando se les acusa de su dudosa eficacia, se justifican comparándose con otros que, según ellos, lo han hecho peor ¡Y luego nos asombramos que vayamos para atrás como el cangrejo!
En nuestro país hay tres ejemplos que respaldan estos argumentos: Juan Pablo Duarte, Juan Bosch y Francisco Alberto Caamaño.
Duarte fue un idealista puro. Vino de Europa con ideas demasiado avanzadas para su época y su país. Renunció a todo los bienes materiales suyos y de su familia en aras de nuestra independencia (cosa que los que hoy se proclaman sus discípulos no harían ni en sueños), la cual se logró gracias a su “falta de realismo”. “Realistas” como Santana cosecharon lo que Duarte sembró. A Duarte le faltó el “tigueraje” necesario para moverse en los cenagosos terrenos de la realpolitik.
Idealista lo fue también Bosch. Siempre antepuso sus principios a sus conveniencias. Siempre antepuso el bien común al bien personal o al de sus partidos (cosa que los que hoy se proclaman sus discípulos no harían ni en sueños). Y cuando fue derrocado por “realistas” como Wessin, cuando fue obligado a abandonar el poder, en su cuenta bancaria había apenas unos cuantos dólares. Todo lo contrario a sus “discípulos”, que entran pobres al gobierno y salen multimillonarios (en dólares, naturalmente). Así como el Duarte idealista fundó una nación, Bosch fundó nuestra democracia moderna.
Caamaño también fue un idealista. Al igual que sus compañeros constitucionalistas, logró hacerse del poder no para servirse de él, sino para hacer respetar la voluntad popular expresada por primera y única vez en más de treinta años. Luego se inmoló físicamente así como Duarte lo hizo moralmente (cosa que los que hoy se proclaman revolucionarios no harían ni en sueños). “Realistas” como Balaguer lo acusaron de ser un político amateur, de no haber sido capaz de triunfar en la política.
Cosa curiosa, el “triunfo” de los realistas fue un fracaso a largo plazo. La Historia falló en su contra. Santana, Wessin y Balaguer lograron grandes “éxitos” en vida, pero luego de su muerte terminaron – me van a perdonar – en el zafacón de la historia. Santana murió derrotado y desencantado; Wessin murió con la indeleble reputación de traidor y Balaguer, que siempre actuó pensando en la inmortalidad, hoy es apenas recordado. Ni siquiera dejó un legado político influyente y sus “discípulos”, que hoy se venden al mejor postor, tratan de imitar sus virtudes.
Cosa curiosa, el “fracaso” de los idealistas es un triunfo a largo plazo. La Historia falló en su favor. Duarte es el verdadero, el único padre de la Patria (aunque hoy se avergonzaría de sus hijos); Bosch es un gigante moral, el verdadero padre de nuestra democracia (aunque los congresistas “pensaron” otra cosa); y Caamaño, que fue capaz de renunciar a riquezas, a un exilio dorado y a su vida, es ejemplo, es muestra del coraje y la rectitud que los dominicanos tuvimos y que espero que algún día volveremos a tener (“cuando mataron a Caamaño se llevó los últimos cojones – con perdón – de este país”, reza una foto que circula por las redes sociales).
Lejos de mí la intención de compararme con Duarte, Bosch y Caamaño. No soy más que un simple ciudadano al que le tocó el privilegio de servir a su nación, y que se limitó a hacerlo lo mejor que pudo. Si todos los funcionarios trabajaran en el sector público como si fuera el privado, si se abstuvieran de abusar del erario público, otra sería la realidad, esa realidad con la que soñamos los idealistas.