A la década de los ochenta se le conoce en la historiografía latinoamericana como “la década perdida”. Pero mucho peor fueron los años siguientes, los noventa, que bien podrían llamarse “la década infame”.
En los ochenta, la crisis provocada por la deuda externa impagable -ligada al déficit fiscal y la volatilidad del tipo de cambio que disparó los precios de los productos esenciales- sirvió para justificar la intervención del FMI y la subordinación de las políticas públicas a sus objetivos particulares. La respuesta popular -expresada en movilizaciones como las de 1984 en Santo Domingo- fue enfrentada con represión y masacres, quedando aún impunes la mayoría de ellas.
Pero los noventa, “la década infame”, implicaronla degradación del honor civil de los ciudadanos y los gobiernos, asumiéndose como miembros de segunda y tercera del orden internacional, aún a riesgo del descrédito de la condición de repúblicas democráticas e independientes.
Fue ése el escenario de las mentadas “transiciones a la democracia”, o más bien de las democracias pactadas. La característica central de ese proceso es la desvinculación entre las reformas democráticas y el ideario de los proyectos nacional-populares, interrumpidos por los golpes de Estado y las dictaduras. Aquellos proyectos enfatizaban el reordenamiento de las relaciones de propiedad y el papel redistributivo del Estado. La democracia posterior sólo fue admitida una vez que declinó de cuestionar, en lo más mínimo, el modelo económico heredado.
Tras el desmantelamiento de las estructuras públicas de bienestar, las políticas públicas más importantes se centraron en la atracción de la inversión extranjera directa (IED). La condición sine qua non fue el desmonte de las cargas tributarias a la gran empresa y a las transnacionales -especialmente las que explotan riquezas naturales (ejemplo, el turismo en República Dominicana y la minería en la región)-y la llamada “flexibilización” (precarización) de la fuerza laboral. Claro ejemplo de esto es Chile -vendido al mundo como modelo de desarrollo- donde las cifras oficiales de desempleo ocultan los salarios de hambre, el empleo parcial y que tan sólo el 41,5% de los trabajadores tiene un empleo protegido (con contrato indefinido y cotizaciones de seguridad social).Con privilegios así, se entiende cómo la empresa Chevron llegó a tener ventas superiores a casi ocho veces el PIB de un país rico en petróleo como Ecuador.
El correlato de ese modelo económico fue el Estado subsidiario. Sin una estructura laboral en la que apoyar el bienestar y sin un régimen fiscal que le permitiera financiar con suficiencia los servicios sociales (en Rep. Dominicana apenas se cuenta con una presión tributaria en torno al 15% del PIB, mientras en el mundo escandinavo llega al 40%), las palabras de moda en organismos internacionales y en las estructuras gubernamentalespasaron a ser “cohesión social” e “igualdad de oportunidades”.ElEstado recurre a sus escasos medios para compensar en algo los efectos visibles de la injusticia social y la pobreza, pero reniega de modificar sus fundamentos: la desigualdad en la distribución de la renta. Se ofrece, por ejemplo, acceso a la salud o la educación, sin alterar las reglas y relaciones de poder que causan que en países como República Dominicanael 60% de la riqueza sea apropiada por el 20% más rico de la población, mientras el 20% más pobre accede apenas a un 3.6% de la misma. La igualdad, abstraída del poder de mercado de familias y de empresas, genera una democracia con ciudadanos de primera (una minoría) y de segunda (una inmensa mayoría).
Las relaciones internacionales, en ese panorama, institucionalizaron una relación de príncipes y plebeyos entre los Estados del Sur, los organismos internacionales y los países del Norte. Las reuniones de los gobiernos durante “la década de la infamia” podrían ser denominadas “las cumbres de la vergüenza”: contra todo precedente histórico, en dichos eventos se reconocieron gobiernos golpistas y se impulsaronacuerdos de supuesto libre comercio,que tienen el mérito de haber convertidoa Haití, un país productor neto de arroz, enel principal comprador del cereal hecho en Estados Unidos.
Todos estos hechos, coincidentes con la caída del Muro de Berlín -símbolo del fracaso político, económico y cultural de los socialismos reales– confluyeronen lo que podríamos denominar la “ideología de la derrota”. El fin de la Historia-es decir, el cese declarado de las contradicciones sociales-marcó una época en que la política derivó en simple administración, la transformación social en mala palabra, la disidencia en conducta trasnochada y las reivindicaciones populares en “factores adversos” al crecimiento. Sólo quedaba bajar la cabeza y adaptarse, o morir.
Qué duda cabe: terminándose los noventa de la infamia, el año 1998 y la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela constituyen un atrevimiento y una ruptura. Quince años de cambios profundos en el papel del Estado (la reinterpretación de la democracia como gobierno de las mayorías, la recuperación de la soberanía política y económica, la redistribución de la riqueza y la reconfiguración de las relaciones internacionales) abrieron un cambio de época en América Latina. La derrota del proyecto nacional-popular se develó, entonces, como hecho histórico y no como verdad absoluta y eterna.