Como nos tiene acostumbrados, vuelve una y otra vez a ser noticia. En el reino de la manipulación mediática optamos informarnos a través de las redes sociales, dónde los representantes (y fanáticos) de bando y bando apelan a la emoción. Les hacemos el juego y nos precipitamos a tomar partido, perdiendo la oportunidad que la distancia nos brinda. Sobran dogmas y falta la crítica. Pintamos el mundo de blanco y negro, y así pierde el análisis. En esas se nos escapa la realidad entre los dedos.

No entenderemos el chavismo si no vemos de dónde viene. Si no vemos cómo la economía petrolera, antes de Chávez, se puso al servicio de pocos. Es preciso entender que la exclusión y la política indolente produjeron el desprestigio de los actores tradicionales de la vida política venezolana. Con el desplome de los precios del petróleo a finales de los años noventa, el sistema no dio más. Cerca del 60% de los venezolanos se vieron viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Es esa la fractura social que prepara la tierra para el fenómeno Chávez.

Se ha acusado a Chávez –y al chavismo- de rentista, pero hemos olvidado que el rentismo le precedió y lo sobrevive. Ese es el peligro que trae la riqueza natural en países con instituciones débiles. Y sin embargo, Chávez le puso cara humana al rentismo. Entre 1998 y 2010, el número de pobres en Venezuela disminuyó a la mitad (ver datos del Banco Mundial o de la CEPAL). No ver la dimensión social del proyecto de Chávez es no entender por qué ganó cada elección.

Pero ese modelo (y su crecimiento) se sostuvo esencialmente en un aumento vertiginoso (sin precedentes) de los precios del crudo. Cuando Chávez llega al poder el precio del petróleo rodea los 20 dólares, cuando muere, los 100. Hoy Venezuela es más petro-dependiente y PDVSA menos productiva.

Se han hecho paralelos entre la situación del 2002 y la presente. Un elemento a resaltar es que el golpe de 2002 fue precedido por una caída en los precios del crudo. La situación de hoy tiene lugar en un contexto de relativo estancamiento de los precios del petróleo. Es sin duda una de las variables que permiten poner en evidencia la fragilidad del sistema. Prueba que la inclusión social debe ser sostenible. Que no vale encerrarse en la retórica de siempre, mientras se desdeñan los resultados de la política económica.

Pero el relato, desgastado, ya no convence. Sin Chávez, el chavismo se tambalea. Se disputan liderazgos y hace falta el carisma de antaño. El descontento no puede ocultarse con el monólogo. Entre la última elección de Chávez y la elección de Maduro, se le deshizo al gobierno una ventaja 1.6 millones de votos.

Los resultados electorales debieron llamar a la reflexión, a reinventarse. Pero es más fácil culpar al imperialismo, que asumir lo propio. El discurso no sustituye las políticas públicas. El chavismo se ha rehusado ha repensarse y, lo que es peor, a pensar a Venezuela.

En ese contexto, la oposición hace una apuesta arriesgada. La división y radicalización de la oposición venezolana la han mantenido alejada del poder. Su desconexión de la realidad de las mayorías propició la ruptura –populista- del sistema de partidos, y les ha valido numerosos fracasos electorales.

Los más radicales se montan (alimentan) la ola de protestas con el interés de desestabilizar al gobierno. “Este gobierno –que aún no tiene 3 meses de electo- no puede terminar su período” se les oye decir. Ese tipo de consignas, golpistas, hablan del espíritu democrático de esa oposición, más aún cuando se cuenta con vías constitucionales sobradas para obtener el mismo objetivo.

Lo que esconde el ruido es la debilidad de la dividida oposición. Una lucha de liderazgo (¿protagonismo?) entre un Capriles y un López que han sostenido discursos radicalmente distintos. López, quien ya compitió con Capriles para ser candidato presidencial, apuesta a sustituirlo como cabeza visible de la oposición. La oposición logró competir unida; separada, garantiza su fracaso.

Sin suscribir las teorías conspirativas del chavismo, debemos hacer espacio para la crítica. Hay que ver que detrás de todo hay una lucha política (de intereses) y geopolítica. Es preciso constatar el doble estándar de la crítica estadounidense (y de muchos de sus medios). Se critica y califica, alegremente, de dictadura al gobierno venezolano. Se denuncian las violaciones a los derechos humanos en ese país de alta importancia estratégica (por sus reservas de oro negro), pero sobre todo con un gobierno adverso. Lo que se hace mucho menos es criticar el régimen de Arabia Saudita (aliado bendito y país bisagra a la hora de determinar los precios del petróleo), uno autocrático si los hay, y con violaciones burdas y cotidianas a los derechos humanos.

El proceso venezolano ha puesto en evidencia nuestros prejuicios y nuestra intolerancia. Manipula quien llama fascistas a manifestantes y opositores, y manipula quien usa imágenes y noticias falsas. Ha quedado claro que no se puede pretender ser democrático mientras se apoyan consignas golpistas, ni cuando se apoya el autoritarismo. No se puede pretender defender la dignidad de las personas si se apoya que se responda a manifestaciones, legítimas, de descontento con militarismo.

El desafío de Venezuela es superar la polarización. Hasta ahora, ha resultado más fácil (¿rentable?) descargarse que mirar hacia adentro; apoyarse en la división que crear puentes. El reto consiste en transitar hacia un modelo inclusivo, sostenible y tolerante. Pero para eso se necesitan líderes.