En un editorial en mayo de 2013, Acento se refería ya a las diferencias abismales entre el presidente Medina y su antecesor Fernández, en cuya comparación resaltan valores en la gestión del primero que no se dieron en las del segundo. Sorteando hábilmente el peligro de una confrontación interna que pudo crear un clima de ingobernabilidad, el señor Medina puso en claro desde un principio con mucha sutileza esas diferencias, revelando el pecado y guardándose al pecador.
Por ejemplo, le confirmó al país un déficit histórico en las cuentas del gobierno y el precio que ese hoyo financiero le costaría al país en términos impositivos, con su enorme secuela de restricciones y sacrificios. Sin mencionar a responsable alguno, lo puso en evidencia al denunciar el contrato de explotación de las minas de Pueblo Viejo, denunciándolo como inaceptable y lesivo para los intereses de la nación. Sin referirse a la puntualidad como una virtud en el comportamiento oficial, estaba a tiempo en los actos oficiales, sin la espectacularidad y la parafernalia que caracterizaron al anterior. Sin identificar a los responsables de un contrato de concesión de los peajes, anunció que serían rescindidos, ordenando internamente la casa haciendo cumplir, por lo menos formalmente, las leyes sobre contratación y compra por el gobierno, así como la ley de educación que otorga el 4% del PIB a la educación preuniversitaria y redujo, además, sus viajes al exterior a lo indispensable, solo por el tiempo necesario.
En sus relaciones con adversarios, ha mostrado siempre un respeto que no se dio con su antecesor, quien solía considerarlos incapaces de analizar conceptualmente y sentarse a su lado como iguales. Otras cosas los diferenciaron desde su inicio. Nunca ha habido necesidad de trasladar la silla peresidencial a cada lugar donde se mueve, tendiéndole ¡qué horror! esa horrible alfombra roja.