Me disponía a escribir la última parte del artículo “Apuntes sobre la Teoría General del Delito” cuando de repente me llegó un fatídico mensaje. Sin imaginar al menos la desgarradora noticia, me enteré del fallecimiento del señor Nuñez Gil, quien fuera mi profesor de matemáticas mientras estudiaba en el nivel medio. A sabiendas de que la muerte del maestro era inminente, la noticia no dejó de impactarme e hizo que recordara ciertos momentos mientras fui su alumno en el aula de clases. Cada conversación con el profesor constituía momentos únicos de aprendizaje, y cada enseñanza parecía ofrecerla con una sencillez propia de las almas que no esperan ser reconocidas ni valoradas y que no temen a morir en el anonimato porque para ellos la gloria, que es eterna, está más allá del aplauso conferido por personas inanes a sus propósitos superiores.

El maestro, siempre animado, mantenía un esquema de valores que procuraba enseñar a todos sus discípulos. No se circunscribía a la enseña fría y sistemática del programa escolar, sino que traducía sus clases a singulares expresiones de una verdadera educación.

Existe una diferencia entre el verbo instruir y educar. Cuando se instruye no se hace otra cosa que no sea enseñar los aspectos metódicos de la materia impartida; se transmite el conocimiento sin preocupaciones de otra especie. Pero cuando se educa, no solo se instruye, sino también se forma al individuo en valores humanos que han de servir para toda la vida. El profesor era un verdadero educador que invertía el tiempo en ambas cosas. A pesar de ser un humilde profesor de matemáticas, de él aprendí a razonar, con criterio propio, los eventos que suelen acontecer en la vida de una persona. Traducía cada planteamiento a una expresión filosófica; cuestionando razones y marcando pautas que se constituían al final en posibles soluciones. Contrastando con la materia que le tocaba impartir, programa que siempre cumplía con rigurosidad, me enseñó que lo inmaterial no se podía calcular con números ni expresiones algebraicas, sino con percepciones sometidas luego al ejercicio de la razonabilidad.

Su aptitud, siempre positiva y respetable, hizo que las matemáticas fuera una materia más llevadera aun tratándose de una disciplina indeseada; y ahí precisamente radicó su grandeza: sabía inspirar en sus discípulos el deseo de conocer lo que enseñaba. En él vislumbré, en definitiva, el verdadero valor que tiene el docente en el marco social, y sobre todo, por él concluí que la enseñanza bien dirigida no solo instruye al individuo en aras de comprender una disciplina determinada, sino que forma al ser como un ente social adaptado al medio circundante, capaz de idear y construir, trabajar y aportar, y ser finalmente un foco reproductor de todo cuanto recibió de su instructor.

¡Hasta siempre Prof. Nuñez Gil!