La figura gallarda y arrogante que la leyenda revolucionaria nos ofrece de  Ernesto Guevara, popular y mundialmente conocido como el Che, no es la que describió cuarenta años después de su muerte el general retirado boliviano que lo apresó. Por aquel entonces capitán, el oficial  Prado afirma que el Che pidió clemencia al entregarse a las tropas que él dirigía, exclamando que valía más vivo que muerto. No fue precisamente un final heroico para una trayectoria revolucionaria que la propaganda ha querido convertir en un mito.

Según Prado, Guevara presentaba un aspecto desgarrador. Lucía extremadamente delgado y exhausto, desarrapado, sucio y hambriento. La antítesis del superhéroe. No hubo señales de dignidad en su muerte. Al igual que Sadam Hussein, atrapado en una ratonera debajo de la tierra, no exigió un precio por su vida. Simplemente se entregó; vencido, sin fuerzas para seguir luchando.

Esos son los hechos. No importa cuanto pretenda la propaganda. La historia ha demostrado que Guevara no contó nunca con el respaldo de los comunistas bolivianos, que no se movilizaron en su respaldo mientras la guerrillera intentaba instalar un frente ni hicieron tampoco mucho para evitar su ejecución, días después de su arresto. Un compañero de armas, Benigno, disidente cubano, asegura que Fidel Castro le traicionó porque  ya le resultaba molesto. Igual debió pasar años después con el coronel Caamaño, de quien se dice tenía serias divergencias de criterio con el líder cubano.

Tanto el uno como el otro, más el último que el primero, podían representar en un momento una competencia indeseada.  Pero ninguno tuvo nunca la dimensión del líder cubano. Tanto el Che como Caamaño fueron víctimas de su propia fama. Y en el caso del primero, no así con el segundo, décadas después de su muerte, aún vive en la fantasía de un sueño revolucionario que pereció con él.