En tiempos del comandante Florimán, el pueblo vivía en ascuas. Salir de noche equivalía a exponerse a sus truculencias, como andar con una tijera en el bolsillo para cortar las “moñas” de los jóvenes y apresarles solo por usar un calcetín de un color diferente al otro. Le olían a comunistas. Él era “ley, batuta y constitución”. Su lema: “Terror en las calles”, pese a que la delincuencia era una palabra extraña en el Pedernales de los setenta del siglo XX.
Algunos guardias le seguían la corriente. Militares y policías llegaban a aquel pueblo del suroeste fronterizo, no como premio a su trabajo, sino como castigo por una indisciplina, o por el capricho de algún jefe.
Eran los mismos días en que agruparse para conversar de noche en la esquina del parque, o hasta en el mismo frente de la casa, podía representar el punto partida para que “se tirara” una patrulla y se llevara detenidos a los jóvenes para luego trasladarles a la fuerza hasta lo más alto del Baoruco a apagar los pinares encendidos por intrusos o por la naturaleza.
Pero algunos, como el evangélico Mello Beata, no le paraban a su instinto represivo. Confiado en su Dios, él salía a sus actividades rutinarias, sin miedo. Una noche, guitarra al hombro, regresaba de la iglesia donde había tocado en el culto, y fue interceptado por una patrulla policial.
–¡Acompáñeme!, le ordenó uno de los agentes.
Turbado, con su instrumento en ristre, Mello le contestó: –¿En qué tono?
Don Redondo, el dueño de la gallera, era otro que “no le comía cuentos a nadie”. Trabajador, psicorígido con la crianza de sus hijos, tanto que dos de las hembras, Annoris y Annety, no asistieron al cine hasta que casaron. Y las otras lo hacían bajo permiso y con supervisión. En el sitio de peleas de gallos que administraba –dicen–, no era menos.
Y eso lo sufrió en carne viva el guardia que se pasó de tragos y, blandiendo su bayoneta, desafiaba a todo el todo el que pasaba cerca, en el redondel de la gallera. Redondo le propinó una bofetada, le quitó el arma blanca, lo llevó a la fortaleza y se lo entregó a su superior. Desde entonces, cuentan, “los guardias andaban derechitos con Redondo”.
VIVIR PESE A TODO
Ajenos, los muchachos de la Escuela Primaria Urbana Hernando Gorjón gozaban su mundo. Estaban más atentos al “cafunyí” y a la marifinga que Andrea y otras doñas cocinaban en dos calderos grandes, sobre un fogón de leña bajo una rancheta, en el lado oeste del patio de la escuela. Y a la salida, al filo del mediodía, rumbo a sus casas, alegres y traviesos, no sin antes hacer paradas en los hogares donde captaban la señal de Radio Rumbos de Venezuela, para oír a “Martín Valiente, el ahijado de la muerte”, con las entradas emocionantes de Frijolito y su voz aflautada. El anexo de la casa de la vieja Carmela Matos, en la emblemática calle Juan López, era un sitio preferido para agolparse y pelearse por un huequito por donde acercar una oreja. Sí, porque la señal de la estación en AM iba y venía, y cuando se esfumaba, había que imaginarse las escenas de la famosa radionovela.
El menudo Milagritos la Pasita, hijo de Bienvé y La Pasita, no cesaba de enamorarse “de las más buenas del pueblo”, pero, según sus contemporáneos, nunca persuadió a una, aunque se ufanaba de contar romances dignos de telenovelas con ellas. Gozaban con él. Otro hijo, Bienvo, se burlaba de sus ojos grandes: “Dicen que donde hay ojos grandes, no hay cara fea; pero conmigo se equivocaron”.
Ya La Buena, esposa de “Losombre”, se había mudado a Pedernales desde un campo remoto donde solo conocían los mulos, los burros, los cerdos y las “jumiadoras”. Allí se dedicaba a la crianza de puercos y gallinas para el consumo doméstico. En el pueblo, esos animales eran comunes, igual que la lámpara artesanal consistente en una latita con kerosene y una mecha. Pero era una ciudad comparada con la comunidad remota de donde llegaba La Buena.
Al llegar, lo primero que ella vio fueron los jeep del Ejército. “Las máquinas”, le llamaban en Pedernales. Ella se asombró tanto que le pidió a su esposo que le comprara una. Él, gustoso, se comprometió. Desde ese día, ella repetía a todos, con su jaleo sureño: “Mi esposo Losom me va a comprá un pichón de yi, pa yo criálo”.
Pedernales seguía su curso, pese a los guardias y policías.