Aunque todos tenemos penas, me refiero a la pesares, no será esta una pena individual, ni mental o de esas que suelen “desfasarnos” la cabeza.

¡No será una pena de amor, ni de un dolor despedido, no! Ni siquiera esa pena ajena que vibra en nosotros, sin saber ¿por qué duele?

La pena que abordaré, es aquella en la que la humanidad siglo tras siglo se enfrasca y aún no logra deshacerse de ella.

Hemos padecido por posesiones que nos han arropado.

Hemos conquistado continentes y andado todos los mares.

Nos hemos adueñado de pueblos y hasta borrado su idioma, su cultura, sus anhelos.

El humano ha fundado nacionalidades, dividido el planeta y sembrado fronteras, algo que se nos brindó libre para disfrute de todos.

La luna se ha de estar riendo de este particular método de apropiarnos de la nada, que era de todos.

Se ríe y goza, la luna, cada vez que ve cuando un asteroide nos pasa rozando. Calcula el pedazo que nos llevará y luego, curiosa, verá como lo “reorganizamos”.

El hormiguero se afana en sus conquistas, en su nacionalismo insensato, en su religión absurda.

De nada han valido las leyes y los tratados de “humanidad”. Todavía se organizan matanzas y exterminios.

La luna contempla cómo, afanosos, nos hemos atrevido a fabricarnos alas. Ya una vez la visitamos y ella, nerviosa, sintió el calor que provocamos con nuestra sola presencia.

Nos mira saltar constantemente y recela, ante las explosiones gigantescas que producen “algunas” de nuestras armas.

Terminarán destruyéndose, se dice, no han sido capaces de mirar a sus semejanzas. Ni siquiera saben de dónde salieron, pero elaboran toda clase de hipótesis.

Se olvidan constantemente que andan flotando a la deriva en un universo oscuro e incierto.

Se hacen sus problemas y se crean sus dilemas. No aprenden ni siquiera a vivir en armonía.

Se inventan credos, religiones, razas, nacionalidades. Han pintado mil banderas viviendo todos en un mismo lugar, la tierra.

Que envidia -piensa la luna- siento de este planeta, todo verde y azul. Rico en frutos y ríos. Todo un paraíso, pero habitado por unos bárbaros que no saben apreciarla.

La historia terrenal, entre mitos y leyendas y, luego, entre hechos comprobados. Esas fábulas y realidades nos cuentan de cientos y cientos de batallas.

Luchas y más luchas en las que el hombre una y otra vez, y de manera infinita, se empeña en apropiarse de cosas.

Al día de hoy, con todo lo vivido, lo sufrido y lo soñado y, hasta lo “aprendido”, podríamos preguntarnos si vale la pena el esfuerzo.

¿Valieron el precio nuestros muertos?, ¿nuestras miserias?; para conseguir ¿nuestras conquistas?, ¿nuestras divisiones?

Individualmente creo que no, pienso que si hubiera nacido en un mundo compasivo y amoroso, sin etiquetas exclusivas de raza, religión o nacionalidad, sería hoy un mejor ser humano.

Nuestras diferencias, para los que aún no se han dado cuenta, comienzan en el seno de nuestra familia y de ahí pasan al barrio, a la región, al país, al continente.

Si continuamos como vamos ni siquiera la luna querrá recibirnos. Somos la plaga del universo.

Si no somos capaces de amarnos entre nosotros, tampoco lo haremos en otros mundos.

¿Vale la pena el método utilizado hasta hoy? ¿hemos erradicado el odio? ¿promovido el amor?

Si algo vale la pena es precisamente el amor. Pero nadie entiende lo que eso implica. No obstante, vale el esfuerzo averiguarlo. . . por el próximo niño que nazca.

¡Salud!