Las vacas tienen la suerte -¡vaya suerte!-, de que las marcan a fuego limpio para precisar su posesión, para integrarla en algún inventario. Si andan en el monte y no hay ladrones a la vista, será posible que se queden como para un anuncio de Nestlé.

A nosotros no nos pasa lo mismo. Nos pasa algo peor: desde que nacemos ya estamos forrados de marcas, dependiendo si somos hembra o varón, blanco o negro, pobre o lo otro, esto o lo otro, cibaeño o de La Línea o de Bávaro, de Los Mina o de La Zona o El Polígono o El Cuadrante Ocho, donde vive mi amigo Juan Basanta y otras especies biodegradables.

Pero de todas esas marcas la peor es la de la nacionalidad: estarás obligado, por alguna gracia divina, a hacer minutos de silencio ante la bandera que sube, tendrás que acomodar tus huesos a un pedazo de isla que con seguridad te tocará, revenciarás las fiestas patrias mientras pasas de un tirón por el supermercado para ver qué te llevarás a la playa,  asumirás que eres el heredero de ese conjunto de soldados -buenos y asesinos, justos y pecadores, Duarte y Santana y Báez y Luperón y Trujillo y Balaguer y Caamaño y per secula seculorum-, figuras sobre las cuales descansa la noción de "Patria"; asumirás que ese pedazo de calle o ensanche o campo es el lugar donde deberías echar raíces de una buena vez, hasta que ni en CSSY Miami puedan determinar el ADN de tus huesos.

Digamos que si no encajas en esa caja te borran. ¿Será el lecho de Procusto eso que llaman “país”? [“Lecho de Procusto, favor de buscar en Wikipedia, oh pequeños saltamontes!].

Si no te desvelas pensando que los haitianos te acabarán comiendo dentro de siete años, si no tienes una bandera y el cuarto tomo de “Mujer 2000”, si no te alegras muy explícitamente con el último disco de Juan Luis, si te vas de la Isla, si los plátanos te añugan, si crees que Félix Sánchez está bien intencionado pero que su medalla no te obliga a poner una foto suya en la sala o screen en la compu, es más, si no tienes ninguna fotos de playas en tu sala y lo dejas todo vacío, o casi vacío, porque ahora siempre habrá un adornito de Ikea en las casas que se respeten; si asumes otro rol que el que tus órganos sexuales te exigen, si tratas de ser consecuente con lo que haces y lo que piensas y no abusas ni robas, si tratas de ser más una persona, una simplísima persona y más aún, un verdadero cristiano, más que un “buen patriota”.

Cuando naces como dominicano, como hombre o mujer, pobre o rico, ya tienes el programa a cumplir. Sabrás el grado de tus pasos o brincos, las alturas a las que deberías llegar dependiendo de si eres “hijo de” o “amigo de”, de si algún familiar tuyo pasó por las prisiones del Jefe o fue mártir en el 14 de Junio o luchó por el Medio Millón a la Universidad o en cualquiera de nuestras múltiples trincheras, sí porque media humanidad pasa factura y hay muchísima gente cobrando hasta la última gota sudor, y muchísimas veces, ¡sin haber sudado la gota gorda!

Todo esto, naturalmente, pasará en caso de que no te fajes de verdad, de que te reinventes, que rompas todos los guiones y decidas utilizar sus propias palabras, que decidas tú poner los límites y no los que te enseñaron en el Liceo o el que todos los días te grita Alvarito, el crunchi de Víctor G. o la pila de camisas marrones que ay Dios, ¡por qué Dios me hizo negro y no suizo!, sin saber que hay negros suizos, que de Dios no todos podemos estar seguros, con tantas vainas que pasan en el planeta, sin que todos estemos conscientes que una vaca siempre será necesario, pero no sé si de igual modo eso que llaman “lo dominicano” lo seguirá siendo, “quién te viera, quién te viera, más arriba, mucho más”.