“La isla era pequeña, de unos cuatro mil seiscientos sesenta kilómetros cuadrados y medio millón de habitantes, pero la población estaba muy mezclada y existían muchos mundos. Cuando mi padre empezó a trabajar en el período local nos fuimos a vivir a la ciudad. Estaba a menos de veinte kilómetros, pero era como ir a otro país. Dejamos atrás nuestro pequeño mundo rural indio, el mundo en plena desintegración de una India recordada. Nunca volví a él; perdí contacto con la lengua; nunca volví a ver un Ramlila”. (V. S. Naipaul: Leer y escribir, Ed. Debate, 2002, pp. 29-30).
Los signos del Caribe constituyen los espacios de una cultura abierta a cambios sociales, mentales, etnosimbólicos, históricos y literarios. El Caribe es, en este sentido, un marco de resistencia imaginaria, un lugar desde donde se imagina el sujeto de una historia fragmentada, a través de mediaciones culturales surgentes y continentes de experiencias sociales y temporales que aseguran los elementos de una imagen de mundo marcada por la colonización creciente de sus poderes y presencias seculares.
Pero el Caribe es algo más. Las líneas de esclavitud que se llevaron a cabo en sus colonias inglesas, francesas, holandesas, españolas y otras, se reconocen en una huella y una voz donde el código o los códigos de opresión, se expresan también mediante lo que hemos denominado los signos cruzados de la opresión y las inflexiones socioeconómicas emergentes que, como sugiere Glissant en su obra El discurso antillano (Monte Ávila, 2006), han vivido desde un choque o conmoción discursiva propiciador de conciencias históricas determinadas por la rebelión y las memorias culturales críticas.
El escritor V. S. Naipaul (Vidiadhar Surajprasad Naipaul (1932), quien recibiera el Premio Nobel de Literatura en el 2001, asumió el mundo caribeño-indio subcontinental desde sus orígenes subalternos. Cerca de Puerto España, en Chaguanas, la localidad donde nace V. S. Naipaul y da sus primeros pasos literarios, constituye un punto de travesía y una búsqueda de aquel sitio fantástico donde lo contradictorio conforma y organiza una cosmovisión imaginaria desde la que podemos advertir las raíces, signos, sujetos de la historia, espaciamientos políticos, cuerpos de tortura, degeneración de la especie, micropolíticas y travesías del cuerpo de voces memorizado, a veces roto, a veces tachado y otras veces suprimido, raspado, des-constituido por el discurso de la historia y la cultura dominante.
Pero la literatura asumida por el escritor indotrinitense nos hace reflexionar sobre un mundo convulso que se construye como texto, invención, narrativa y huella en el espacio del Caribe insular. De ahí la conjunción y la dis-junción de ese cuerpo narrativo testimonial que se expresa en obras como India, Toda una media vida, Leer y escribir, Crónica personal, Un camino en el mundo y otras.
Pero es en La pérdida de El dorado (1969 (2001), donde encontramos un espacio, una clave, el tiempo de la contradictoriedad histórica y las invenciones propias de una narrativa instruida por los llamados cuerpos imaginarios del sujeto cultural que propician sus raíces y extienden sus huellas en un universo propio de sentido.
Las tres partes que constituyen La pérdida de El dorado (Ed. Debate, Madrid, 2001, 407 páginas), participan de una historia común, pero diferenciada y extendida en sus puntos fuertes. Así, “El conquistador desposeído”, “El tercer marquesado”, “La capitulación española”, “La tortura de Luisa Calderón” y “La muerte de Jacques” ordenan todo el espacio narrativo estratégico del libro, a través del cual se expresan las voces de la historia y la formación de la nación o naciones en el Caribe colonial.
El escritor inserta como elemento co-textual y extratextual los mapas de Venezuela y el Caribe Oriental, asignándole valor histórico-literario a Puerto España, San José, Boca de la Serpiente, Tobago y otras localidades, siendo así que las vertientes narrativas e iconográficas tienden a producir en este caso una orientación textual confluyente en la visión real-imaginaria fundada en el viaje, al anclaje y movimiento cambiante de la historia.
El continente de imágenes y cuerpos que nutre los espacios imaginarios surgentes de la historia colonial, participa de una conjunción real-imaginaria y fantástica asimilada a un texto inmigrante, esto es, un texto que pronuncia su historia colectiva y su memoria, tanto en el marco de superficie como en el marco de profundidad de sus significados. Desde dicha tensión, el orden imaginario propicia los escenarios de las tres partes, el prólogo y el epílogo, justificados por la “provincia fantasma”, las tres revoluciones, la aplicación de la tortura, las víctimas y los herederos.
En este contexto de creación verbal lo mítico, el mito y los mitemas funcionan a todo lo largo de la cardinal narrativa como focos y núcleos de focos:
“Hubo un hombre de oro, el dorado, en lo que es la actual Colombia: un jefe que una vez al año se embadurnaba con trementina, le cubrían de polvo de oro y después se lanzaba a un lago. Pero la tribu del hombre dorado había sido conquistada una generación antes de que Colón llegara al nuevo mundo. Era un recuerdo de los indios en cuya búsqueda iban los españoles, y el recuerdo se confundía con la leyenda, entre los indios de la selva, del Perú que ya habían conquistado los españoles. Los indios siempre hablaban de un pueblo rico y civilizado a escasos días de marcha…” (pp. 16-17).
Lo narra Naipaul en La pérdida de El dorado es una fábula fundacional, el movimiento de un cuerpo desde los abismos de la historia. ¿Cuáles signos colocan y renuevan la conciencia caribeña y continental? El escritor se convierte en cronista y constituye los narratemas como rasgos propios de un texto que asimila estructura, argumento e historia en la literatura. Narrar el viaje equivale a narrar la fundación o las fundaciones míticas. Así las cosas, apunta V. S. Naipaul:
“De todos estos viajes poco queda. El conquistador que no encontró nada no tenía nada que contar. Aún creyendo en los prodigios, no tenía capacidad de asombro. Al llegar a Trinidad, Colón pensó que había llegado a las inmediaciones de jardín del Edén…” (p. 17).
¿Qué hizo Colón? Lo mismo que hizo en Quisqueya, en la isla lejana, casi perdida y olvidada:
“Pidió perlas a los nativos: las perlas se formaban con gotas de rocío que caían en las ostras abiertas. Los nativos tenían la piel pálida: una decepción: las mayores riquezas del mundo se encontrarían en las tierras de los negros más oscuros. En el Atlántico, la Mar Océana, los peces voladores eran simplemente peces que volaban hasta la nave de Colón: otro punto confirmado del catálogo finito del mundo creado”. (Ibídem.)