Me hace gracia imaginar la utopía como a una chica grácil y atractiva, que nunca envejece y que te mira con una sonrisa a medio construir, de esas que invitan a reírte aunque no tengas claro del porqué te ríes.

La utopía es así; pariente de la señora obstinación, a quien imagino con más peso, algo robusta, musculosa y portentosa. De mirada adusta y nada efímera. La señorita Utopía y la señora Obstinación, más que familia, son amigas y aliadas. En días pasados estuve meditando sobre la utilidad de las utopías y en una de las definiciones que encontré, cuenta que se trata de un proyecto o idea irrealizable, al menos en el momento en que se concibe o se plantea dicha idea o proyecto.

Básicamente, cuando oímos la palabra utopía pensamos en imposibles. Pero siendo la utopía un imposible, ¿puede ser de utilidad? Es ahí donde llega la señorita de la que les hablo. Avanzo hacia ella. Sé que no la alcanzaré, pero la sigo de todos modos, y lo hago con obstinación.

Las utopías sirven justo para eso, para avanzar, para no detenernos. Para no tirar la toalla. No se trata exactamente de llegar, se trata de no detenerte. Y me parece que muchos en mi país se han detenido o ocamiban en círculos; peor todavía, de acuerdo a eventos recientes, parece que vamos hacia atrás.

No tengo claro el cómo o el cuándo, pero sin duda que en algún punto nos convencimos de que la felicidad, la libertad, la igualdad, la equidad, el amor, la justicia, entre muchos otros valores, son imposibles de vivir, o de vivirlos, no podemos hacerlo en forma plena. Y esa concepción de la cosa hace que nos anquilosemos en la parcela de la conformidad. Eso nos está sucediendo

¿Qué tan mal podría ser imaginar y soñar con niños felices, aprendiendo de pintura, danza y música en los barrios más pobres de nuestra capital? ¿Por qué no soñar con replicar escuelas para varones, donde eduquemos a nuestros hombres en el manejo de sentimientos tan humanos como la ira, la soledad, la tristeza, el amor? ¿Se imaginan a nuestras mujeres más humildes asistiendo a talleres de psicología, donde puedan aprender técnicas de comunicación asertiva, sobre autoestima,  entre muchas otras cosas?

¿Cuándo ocurrió que nos acostumbramos a este caos? ¿Cuándo dejamos de perseguir utopías? ¿Perseguiremos una República Dominicana justa, educada, libre, o nos dejaremos convencer de que eso ya no es posible?

¿Seguiremos aupando la fabricación de leyes que no nos sirven de nada, en vez de prevenir y corregir las situaciones que nos exigen su aplicación? Peor aún, ¿nos conformaremos con recrudecer medidas punitivas, en vez de tener el coraje de asumir nuestras fallas como sociedad?

¿Seguiremos en la promoción de seminarios, discutiendo cifras y estadísticas sobre feminicidios mientras otra mujer es asesinada? ¿Vamos de una vez a hacernos cargo del país, o le dejaremos este desorden de sociedad a la Divina Providencia?

¡Yo me resisto! Me niego a conformarme con lo que ocurre. En lo personal, lo único que me ha salvado son las utopías. Por ellas veo escuelas de arte en todos lados, veo centros de psicología comunitaria. Imagino escuelas para un hombre y una mujer diferentes. En mis utopías hay muchos huertos comunitarios sustentables. ¡Veo tantas cosas!, y todas son posibles, solo faltan ganas y voluntad.

Sigo creyendo en la posibilidad de un verdadero Estado laico, en menos feminicidios, en un congreso que sí represente al pueblo y un larguísimo etcétera. Las utopías son las que sostienen mi esperanza viva en este pedazo de isla mal gobernada.

Pero no me engaño, vuelvo a lo que dije al principio, las utopías están para hacernos ir hacia metas; debemos obstinarnos, insistir, hacer que las cosas sean posibles. Nos toca mucho trabajo, mucho construir y hacer posible las cosas. Nada es gratuito, hay que fajarnos, porque ni la lluvia que cae del cielo ocurre porque sí y ya.