Sin sufrir lesiones cerebrales en el intento
Cualquiera escribe y publica. Las verdaderas víctimas de este axioma son los bosques de la Tierra, no la masa humana capacitada para entretenerse leyendo, si tenemos en cuenta que un tomo de unas trescientas cincuenta páginas que jamás será leído equivale a dos cuartas partes de un pino adulto. No obstante, que cualquiera escriba y publique tiene repercusiones más o menos graves para la psiquis de los lectores, si bien no necesariamente nos cuesta la vida, como sucede con el pino. Sea como sea, quien visite alguna de las librerías locales no puede sino arribar a la conclusión de que publicar no debe ser tan difícil. El problema, sin embargo, no es ese. Tampoco lo es una posible desventaja numérica de la buena literatura frente a la mala; tal desventaja, a mi entender, no existe. La verdadera tragedia es la avasalladora ubicuidad de la literatura mediocre. Y la mediocridad, amados hermanos, es más dañina y debe ser más repudiada que la ineptitud. Las novelas, cuentos y poemas realmente malos son tan elocuentes como los buenos; es decir, no se prestan a confusión. Pero las novelas, cuentos y poesía mediocres poseen una extraña virtud de camuflaje que facilita la ingesta. El lector incauto cae en la trampa y cuando viene a darse cuenta ya el daño está hecho. Lectores de diferentes extractos sociales y niveles medianos de competencia arruinan sus cerebros con zanganerías disfrazadas de erudición (al estilo de Cuauhtémoc Cárdenas), cursilerías de tapa dura (como las de Isabel Allende) o mojigaterías con encajes de filosofía Zen (Paulo Coelho, indiscutible Gran Maestre). Como un servicio a la comunidad, presento a continuación una técnica sencilla para que las personas inclinadas a la lectura que no quieran perder tiempo, dinero o neuronas puedan discernir entre un buen libro y un supositorio de brea.
La clave está en la apertura
Los buenos escritores saben lo que hacen. Apréndetelo de memoria. Esta afirmación es susceptible de muchas interpretaciones, pero sobre todo significa que ningún aspecto de la obra de un buen escritor ha surgido por obra del azar, sino de decisiones certeras tomadas por una mente familiarizada con el oficio de narrar. Esto vale incluso para los místicos, para los visionarios. Al diablo la inspiración; eso es bazofia.
Aunque no sea una afirmación cien por ciento a prueba de balas, con un buen escritor casi siempre vamos a la segura, de modo que la cosa está en identificar qué escritores son buenos, es decir, qué escritores saben lo que hacen. De todas las partes que componen un texto narrativo, ninguna requiere mayor pericia que la apertura. Leer esos primeros párrafos (en algunos casos, la primera oración) será suficiente para saber frente a qué tipo de escritor te encuentras; y sabrás que diste con una buena apertura si, leída la primera página, no puedes soltar el libro.
Agarrar al lector, apresarlo: esa es la misión primordial de la apertura, y lo logra anticipando el tono del resto de la narración, estableciendo los lineamientos de la trama, dejando entrever la peripecia y esbozando uno o más personajes principales. Los grandes libros tienen casi siempre aperturas inolvidables. Pensemos en Cien años de soledad o El quijote. En la novela de García Márquez, ese primer párrafo de apertura nos presenta nada menos que al coronel Aureliano Buendía, y no curándose los golondrinos, sino de pie frente al paredón de fusilamiento, pensando en un bloque de hielo. Perfecto. ¿Cómo dejar de leer?
Cervantes, que era un verdugo, logra con una oración lo que a García Márquez le toma todo un párrafo: "En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…" En esta breve frase Cervantes encierra la formidable chimichurrez de la vida de Alonso Quijano, hidalgo de los polvorines de La Mancha (que en árabe significa, precisamente, polvorín), para mejor contrastarla con sus grandilocuentes pretensiones de sofisticado caballero arturiano.
La mayoría de las veces el inicio de un buen libro es así: puntual, epifánico, crudo, absorbente en tanto impide que el lector se distraiga pensando si la historia será entretenida o aburrida, porque lo abruma con la irresistible obligación de tener que seguir leyendo para averiguarlo. García Márquez lo logra cuando comienza Crónica de una muerte anunciada diciendo, brutalmente: "El día que lo iban a matar, Santiago Nasar soñó…" Quien no muerda ese anzuelo es un desalmado.
La magia no necesariamente tiene que residir en la construcción de la frase inicial. Una de las mejores novelas de Salman Rushdie, Los versos satánicos, no hace alarde de una oración inicial cautivadora. Pero lo que cuenta ese primer párrafo es una trampa para osos de la que no se salva ni el lector más escéptico: dos sobrevivientes de un avión que acaba de estallar en pleno vuelo, ¡conversan mientras caen de lo alto!
Los creyentes del mundo acaso sepan de memoria versículos surtidos extraídos de la Biblia, el Libro de Libros, pero creyentes y no creyentes saben cómo empieza el Génesis 1,1: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra…" Seco, expeditivo, al grano; el autor (o autores, o autoras) no nos cuenta de qué divinidad se trata, quién o quiénes lo hicieron a Él (como en otras cosmogonías), ni siquiera nos dice Su nombre. Solo nos cuenta su acto. El acto es la apertura, lo demás es secundario. Su acto comienza el libro de Génesis, pero también el Universo, y ese acto, repentino, impulsivo e inconsulto, es el mejor retrato de Yaveh.
A veces las palabras no son memorables por sí mismas, sino por quien las dice. Como dramaturgo, Shakespeare tenía que saber lo que hacía, porque si no, se moría de hambre. Muy pocos escritores de su época lograron lo que él sí logró: vivir del cuento y retirarse relativamente joven. Sus obras, todas, tienen un comienzo impactante que fija al lector (o al espectador) en el asiento. Mi favorito es el de Macbeth. Los parlamentos introductorios no son mejores que los de El rey Lear o Sueño de una noche de verano:
¿Cuándo volvemos a vernos?
¿Bajo lluvia, rayo y trueno?
Cuando acaben brega y bronca
y haya derrota y victoria.
Antes de que el sol se ponga.
¿En qué lugar?
En el yermo.
A Macbeth allí veremos.
Este diálogo no tiene nada de extraordinario, hasta que se lo oímos decir a tres brujas malditas, retorcidas y horrendas, tan espantosas, que más adelante Banquo, uno de los capitanes del rey, acostumbrado a ver cosas peores, pregunta: "Qué cosas son estas, tan resecas y de atuendo tan extraño que no parecen habitantes de este mundo, estando en él? ¿Tenéis vida? ¿Sois algo a lo que un hombre pueda hablar?"
Pero sin duda la oración inicial más memorable de la literatura del siglo XX, la frase inicial que ha definido las carreras literarias de no pocos escritores de renombre, es la que abre la sofocante novela titulada La metamorfosis, de Franz Kafka: "Una mañana, luego de agitados sueños, Gregor Samsa se halló en su cama convertido en un insecto gigante". Trata de cerrar un libro que empieza así.