Le dedico estas líneas a Puerto Rico; amado terruño caribeño tan próximo al nuestro, tan igual y consanguíneo como los hijos de una misma madre. Desde chico aprendí a querer a Borinquén con la devota ilusión poética de los independistas. El abuelo Sixto Febus, me llevaba libros y regalos de parte de los hombres y mujeres más honestos y luchadores de la pequeña nación antillana (por algún lado debo de conservar varias obras y documentos timbrados, autografiados o firmados por excelsas figuras como por ejemplo: Francisco Matos Paoli, Julia de Burgos y la divina rebelde Luisa Capetillo).

En la locura de vida llevada sobre mis hombros, he viajado tres veces a Puerto Rico. Allí tengo una familia, un templo que me acoge, unos amigos entrañables y una lucha que no cesa por el sueño y significado de la gesta de Lares, las ideas de Betances, el sacrificio de Albizu Campos.  Yo le debo a esos puertorriqueños la forma estructurada en la que pienso, escribo, actúo, dado el contacto directo de mis quimeras con el ideal de libertad, gestión y sacrifico de tantos seres trascendentes.

El abuelo Sixto, llenaba de luz un panorama sombrío de abandono y escases. Cuando el abuelo llegaba, florecía lo más ingenuo de mi poesía. Él leía de sus libros, me hablaba de un Paris (al que luego pude conocer muy de grande). De su época como alumno del mismísimo Picasso, y su logro como campeón mundial de taquigrafía, claro que además me llenaba de absurdos la cabeza, como soñar con la misma suerte del abuelo y tener amistades con mujeres tan bellas, pero imposibles, como Joan Crawford.

Sixto de hospedaba en la casa de Manuelito, jibaro, en cuya casa escuché por primera vez la música casi chistosa de un tipo llamado Johnny Cash, quien usando su guitarra y esa voz de locomotora hacía enloquecer a Manuelito; ya muy entrado en edad, bailando y llorando con los recuerdos de alguna prisión en los Estados Unidos.

La victrola repetía y repetía las mismas notas casi amargas, casi dulces de ese tipo que cantaba en inglés. El mundo giraba en torno a “Forsom Prison Blues” “Cry! Cry! Cry!” y “The Man Comes Around”  en fin, era gracioso el movimiento casi bachatero de Manuel (botella de ron Brugal abrazada como si se tratara de un nene y las historias mismas de gentes que conoció o dijo conocer en el trayecto de sus días).

Manuel odiaba la nieve, dijo que por eso vivía en Mao (le creo, yo también la odio). Manuel era independentista, flaco, discutidor y según las malas lenguas de la calle Méjico, en el barrio los Cayucos; homosexual, tacaño y con poco aseado. Su casa siempre olía a orines y caca de perros, su madre le acompañaba en la vida y siempre que a ella recuerdo “en sus cosas muy suyas” me traspasa un aliento a prestidigitación pomposamente extravagante; pues ella,  ensalzada por las anécdotas del abuelo Sixto, comenzaba a repetir la historia de los tiempos aquellos en su pueblo (oficio, voz, actuación para radionovelas en Bayamón, leedora de tasas, bajaras y tabaco).

Aquella casa en la que se quedaba el abuelo, fue construida sobre lo más árido de un cerro, paquete incluido: vecinos chismosos, calle polvorienta  y distante de toda la realidad en derredor. Allí aprendí que existía la poesía y que la música puede liberar al hombre o refundirlo en un círculo de repeticiones y amarguras interminables.

Siempre que escucho a Johnny Cash,  la vida me da un vuelco hacía el pasado. Puedo confesar que nunca pude beberme siquiera un vaso con agua en la casa de Manuel, pues el asco me mataba. Allí bebía otras cosas: bebía de las historias, de radicalidad de Manuel; de su buen juicio para ciertas cosas y del aprendizaje que significaban las rabietas y entuertos ideológicos a la hora de discutir sobre la revolución y la muerte merecida del entonces presidente y su corte de ladrones (a mis trece años ya estaba contaminado y creo lo sigo estando).

-Aprende muchacho: Quemando el cañaveral no se hace patria.-   me decía mientras se pegaba a pico e’ botella de una brugalita-

Y hoy y al fin, con Johnny Cash en YouTube,  el libro “Mosaicos” del abuelo,  y la bandera boricua ondeando en la ventana del edifico de enfrente; Manuel hace presencia, igual que su madre, sus perros, el polvo que levanta el viento y esos años en los que apenas podía presentir el amor inmenso por las Antillas. ¡Viva Puerto Rico!