A Doña Ninita, mi mamá.

Si algo heredé de mi madre de lo que me siento sumamente orgulloso, fueron sus manos y esa destreza y sensibilidad que ella poseía ante el mundo exterior. Yo puedo, con tan solo tocar un cuerpo, dictaminar condiciones internas que a simple vista son inaccesibles, pero en el caso de mi mamá las aguas se detenían en su orilla. Ella podía aprehender el mundo a través de los dedos y de sus manos suaves y pequeñas que eran como un termostato, un auténtico sismógrafo del cuerpo humano.  A menudo acudían a mi casa madres que  le llevaban a sus hijos aquejados de una fuerte congestión o con diarrea para que  les sanara. Ella solía tenderlos boca abajo sobre su regazo y con sus manos impregnadas con ceniza del anafe, dibujaba una cruz sobre la espalda de aquellos pequeños. A continuación jalaba su piel con los dedos recorriendo palmo a palmo el dorso del niño. Le vi muchas veces hacer milagros. Observé cómo se iban en vómitos o botaban flemas que no les permitían respirar. Después de todo aquello solía contemplar los rostros sorprendidos de aquellas madres y cómo, agradecidas le ofrecían lo poco que llevaban en sus bolsillos. Siempre  escuché a mi mamá  responderles que no aceptaba ningún pago y que tan solo les pedía que encendieran un velón a los santos de su propio hogar. Eso sucedió ante mis ojos en innumerables ocasiones y yo me  sentía profundamente orgulloso de ella. No solamente por sus mágicas manos, sino por ese acto de bonhomía y entereza al rechazar los ofrecimientos.

Y a pesar de todo aquello yo creía que si algo hacía bien, excelentemente bien mi madre sobre todas las demás cosas, eran las habichuelas con dulce. Había todo un ritual en su elaboración y puedo decir sin exagerar que llegaba a ser un espectáculo. Teníamos en aquel entonces un patio muy acogedor y en él un anafe construido en bloques de cemento con cuatros hornillas. En una de ellas se colocaba un caldero gigante. He de destacar que éramos diez hermanos y que cada uno de nosotros esperaba suficientes habichuelas, tantas como grande era el envase que las contenía. Desde el día anterior se ponían las legumbres en un recipiente con agua para que se ablandaran. Recuerdo que ya en la mañana se pelaban las batatas en pequeños trozos, se añadía el azúcar, la canela y el clavo dulce, luego leche evaporada y leche condensada y por último una pizca de jengibre y una gota de bicarbonato para prevenir los malestares del estómago. Una vez en el interior de aquel enorme caldero todos los ingredientes, se removían lentamente para que comenzaran a hervir. Un poco más tarde, ya adquirida la mezcla un color rojizo, se vertía una caja de pasas que iban a parar al fondo de aquel estómago hirviendo y unas galletitas redondas que permanecían flotando en la superficie. Mientras se iba cociendo poco a poco aquel manjar, nosotros revoloteábamos alrededor como moscas a la espera de tan delicioso dulce.

En aquellos tiempos qué podía saber yo acerca de silogismos ni de Aristóteles, pero sin conocerlo ni siquiera remotamente y por medio de una deducción lógica yo afirmaba que si en la República Dominicana se hacían las mejores habichuelas con dulce del mundo, mi mamá era la persona que mejor sabía hacerlas en todo el universo. Una especie de absoluto chovinismo familiar que había en mí. Cuando éstas se terminaban de cocinar, había que esperar a que se enfriaran para luego introducirlas en la nevera antes de poder saborearlas. Llegado este punto del proceso se producía en mi casa el mayor momento de angustia. Resulta que teníamos uno de aquellos refrigeradores antiguos al que se le había dañado la pieza que abría la puerta. Una vez que ésta quedaba cerrada, solo teníamos acceso a su interior a través de un pequeño pedazo de madera ya desgastado y que se palanqueaba hacia abajo hasta lograr el objetivo de abrir la compuerta. El auténtico problema en aquellos días era hacerse con el control de la maderita. Aquel que la tuviera en su mano poseía el acceso al paraíso y  podía hacerse dueño absoluto del botín encerrado en su interior. Yo estudiaba minuciosamente los movimientos de mis hermanas, vigilaba dónde colocaban la madera y si se descuidaban por un segundo siquiera, yo la conseguía y entonces ¡pobre de aquel que no se hubiera tomado su postre!