Paso a rescatar Una vez un hombre, aquella novela de José Enríquez García, leída hace más de una década. No tengo respuestas para decirme porque ahora intento extirpar del vientre del olvido esta perla. Sospecho que hago una cirugía del tiempo con las pinzas del pasado. Aquí, sólo el presente da derecho a la constancia de la palabra: sólo la sustancia del lenguaje describe la biografía del Ser. O pueda que el exilio insista en que soy ese mismo hombre cuya esencia se proyecta en un espejo roto. Por ahí dirán que hago uso de los recursos del disimulo para ocultar la taras del exilio. Y la clave no puede ser otra que mostrar mi propia existencia con un seudónimo que pueda aproximarme a mi propio origen.
Estos apuntes son como una fruta que habría necesitado un poco de sol, hasta desembocar en el afluente de la casualidad. Y toda casualidad en algún momento suele ser un símbolo de una época. Y nada como una novela funge de testimonio a los juegos del tiempo y a la realidad. Hasta tengo sospecha de que la memoria haya hecho un trueque de personajes o esos contrabandos que hace a su antojo la clepsidra del tiempo. Como si un hombre no fuese más que un reflejo tergiversado de una ficción; o esa imagen retorcida del pasado. Y el lector suele verse en una lucha feroz con esos mismos personajes a los que el autor proyecta en un mismo espejo: el Yo y el Otro.
Sin mas preámbulos refiero a Victoriano, uno de los personajes de Una vez un hombre que repite para mis adentros: “Cuando yo nací, el mundo se reducía a una burbuja”. Siempre hay que volver a Antón Chéjov cuando lo sencillo se viste de una mágica túnica que nos advierte:
“La brevedad es hermana del talento”. Y es que existe en la obra de José Enríquez García una brevedad brillante, su fluidez oscila en ese mundo sutil y abstracto donde los acordes de su música nos hacen sentir, súbitamente, en lo que el lenguaje puede lograr en la levedad del alma. Probablemente, estemos en presencia de un hombre olfativo que disfraza al mundo como un racimo de perfumes. Y algunos de esos perfumes llegan hasta el hombre como algo que insta descifrar su propio misterio. Uno tiende a equivocarse con respecto a los escritores de su época: se los denigra o se los supervalora. Al leer a nuestros contemporáneos uno se arriesga, aunque en diferentes canoas, a remar a lo largo de un mismo caudal en el vano intento de amordazar al tiempo y la realidad.
Sin más, navego hasta el afluente de la prometida casualidad. Me detengo en aquellos árboles frondosos de la literatura rusa del siglo pasado: Dostoevski, genio indiscutible que penetraba los inhóspitos mundos del alma; no se atribuye al célebre autor de Los hermanos Karamov un desbordante manejo estilístico de la lengua; León Tolstoi, alma del pueblo ruso había que pasarle su manuscrito por un cedazo que tejiera esos flecos que suelen dejar todo escritor marcado por la profundidad de su obra; valórese en Iván Turgenev, un consabido estilista por excelencia del lenguaje ruso moderno. Y para qué de aquel arbol no quede suelta una hoja: Antón Chéjov, quien agrega magia y brevedad a la narrativa. Y si por ahí alguien desea más: Nuestro común amigo, de Charles Dickens y Las Olas, de Virginia Wolf.
Es como contraponer la elegancia y la cortesía; obras talladas con las herramientas del tiempo, el talento y la paciencia; existen otras tejidas a la manera de un gusano de seda, en que las circunstancias invisibles ordenan su propio universo, sin esos premeditados argumentos que abultan los tormentos del alma. Es que poner una cosa y la otra en una misma balanza carece de sentido, hasta de lógica. Imposible negar que todo libro sea el resultado de otros libros; como si al detenernos en las vértebras nos encontramos con esos humos que deja el armazón de cada libro.
Como si esa búsqueda en otros autores nos permite entretenernos en los juegos de palabras talladas en el sagrado mármol de la eternidad. Parecería que entre la literatura y la arquitectura de un idioma existiese algún túnel místico donde cada autor hilvana su mundo mágico. Ubico a José Enríquez García en la proximidad de aquellos predios con que Turgienev hizo en su obra Padre e hijos, aquel estilístico manejo del idioma, sin alterar la magia de su obra; sin usos altisonantes de sonidos en cada palabra. Ahora me doy por enterado de que al extraer de la memoria a Una vez un hombre, no hago más que reencontrarme con esa fluidez salta suave como agua de una cascada a otra.
Por ahí resuma la misma voz de Victoriano con esa tonalidad con que ajusta los breves acordes de aquella música donde la armonía resalta por la lucidez, hasta en la imagen con que se mueve una hoja sobre la superficie límpida. El autor evade los argumentos para aferrarse a una dilatación de periodos cortos y largos, haciéndolos visibles ante un espectador atento de esas hojas desprendidas cuando los árboles permanecen mudos ante un código del silencio.
Y el silencio es para él esa música distante que todo exiliado lleva como una presesión del alma. Para mí como un lector de lejanas latitudes, no hago más que seguir las huellas de aquellos personajes a los que percibo como ese río migratorio que es hoy la humanidad. Ahora el exilo no está registrado en las arenas de una determinada playa. Es una plaga con residencia en el universo. Afortunadamente, la obra de de José Enríquez García ya ocupa esa audiencia universal tan esperada en la narrativa dominicana.
Y, no podría haber otro final que aquellas mismas palabras de Victoriano: él y yo afirmamos haber perdido aquel talante que nos singularizaba en todos los lugares, quizás, como Una vez un hombre o el espejo de nuestro propio exilio.