Hace unos meses visité la Dirección General de Aduanas para resolver un problema que requería ser atendido de manera inmediata.
Me registré en las oficinas dedicadas para el ingreso, entregando mi cédula e informando el nombre de la persona a quien iba a ver. Hasta ahí todo estaba funcionando bien. Me entregaron un papelito con un pegamento que se adhiere a la ropa. Así lo hice. Luego me dirigí a la puerta desde la cual una persona me iba a indicar donde tomar el elevador que me conduciría hacia la cuarta planta. A partir de ese momento comenzó el teatro, la novela, el cuento o la comedia. Los géneros sobraban.
Al acercarme a la puerta, una señora vestida con uniforme militar me interceptó para preguntarme si yo tenía un abrigo que me cubriera los hombros porque según ella, “con mi vestimenta” y, entornando los ojos de manera burlona, no podía acceder al edificio de la DGA. Cuando oí eso le pregunté directamente que tenía mi vestimenta que impedía mi entrada a las oficinas de esa institución. No hubo respuesta. Le volví a preguntar y me volvió a entornar los ojos diciéndome que me acercara a la recepción porque ahí podían prestarme un abrigo. Abrigo?, dije yo, pero si la temperatura de hoy es 35 grados, ¿cómo es que usted me habla de abrigo? Prestado? No entiendo, le respondí. En ese momento pensé que estaba viviendo en una ficción.
Al ver la actitud de la joven militar, regresé a la recepción donde me había registrado, le expliqué que no me dejaban entrar porque no cumplía con ciertos requisitos de indumentaria, a lo que me respondieron levantando un abrigo sucio, manchado y posiblemente contaminado. Esta vez quien no contestó fui yo.
Regresé donde la señora militar quien al estar aferrada a su posición aprendida de quien sabe que antiguo y obsoleto manual, imposibilitó de manera ruda y arbitraria mi acceso a esas oficinas.
Enmudecí y el corazón se me aceleró. Me tiré sin fuerzas en el primer sillón que encontré y desde ahí vi a una voluminosa empleada de esa institución que se contoneaba llevando unos pantalones jeans "atrincao" y una blusa "atrincaísima" con la que exhibía la mitad de sus pechos, pero con un abrigo con piedrecitas brillantes que le cubría completamente los hombros.
En ese momento no supe que pensar. Sólo sentí una tremenda impotencia y frustración. Hice una llamada a un amigo y le pregunté, sin más, en qué país yo estaba viviendo. Por el silencio que hizo supongo que pensó que yo estaba teniendo un episodio de Alzheimer repentino. Luego, después de mi explicación, entendió la situación y me pidió paciencia. Tuve mucha paciencia, más de lo que estoy acostumbrada a prometer. Al poco rato se resolvió mi acceso y en consecuencia pude hacer la gestión que requería inminente atención.
Lo que definitivamente no se ha resuelto en esta sociedad es la doble moral, la ridiculez, la brutalidad, la arrogancia, , la misoginia, la misoginia internalizada (cuando las mujeres somos cómplices de nuestra propia opresión), la cobardía y el sexismo, entre muchas otras cosas más.
Debemos seguir contribuyendo a hacer que muchas cosas que nos dan vergüenza se puedan modificar; que no nos sigamos sometiendo a las limitaciones del sistema o de un orden fatalmente establecido (posiblemente desde la época de Trujillo); que tengamos el coraje de hacer que las cosas cambien con buenos argumentos, con buenas soluciones; que aprendamos a pensar “fuera del cajón”, o sea, más allá de las imposiciones irracionales, incoherentes y descabelladas que quiere imponer la sociedad.