A Minerva del Risco, por habernos hecho partícipe del mundo más hermoso de su papi.

Cada autor trae sus marcas, sus estampas. Por eso es “autor”.

René del Risco Bermúdez ha sido el escritor dominicano con más aura. Nadie más intenso como cuentista, creando una obra en apenas seis o siete años. Nadie con un poemario tan táctil y dolido como “El viento frío” (1967). La poesía dominicana, los escritores nacionales, siempre se orientaron hacia un afuera amplio, histórico. Con René comenzamos a vivir dentro del sujeto, sus angustias, sus velitas apagándose por dentro bien rápido y con poquísima gente, o tal vez nadie, dándose cuenta.

Uno de sus textos más incisivos en este aspecto es el “Cuento No. 1”. Sospecho que habrá sido su primer editor, José Israel Cuello, en titular un texto que seguramente se quedó así, sin retocar, crudo, como una lava más devorante que las acostumbradas.

No hay expresión del dolor en la literatura dominicana tan puntualmente expresado como en este texto.

Siempre que lo leo hay algo nuevo. Al principio era una especie de diario de las consumaciones tropicales. El hombre que metido en su chaqueta experimenta sus infiernos particulares y trata de salir, de respirar.

Resulta que con el paso de nuevas experiencias estéticas, que bien pueden ser el cine iraní o el clásico japonés, o tal vez la lectura de los expresionistas alemanes, entre muchísimas otras experiencias, las visiones se te vayan ampliando.

Al principio un texto como “Cuento No. 1” encaja en un contexto, forma parte de un orden, pero luego se va despegando, se convierte en otra cosa. Ahora lo siento como un guión que bien pudo hacer sido firmado por Resnais, Godard o Perec. Hay una sensibilidad muy francesa años 60. El papel de la niebla, de los absurdos, del agotamiento de lo que fluye en la garganta, todo va compaginando en un hablar en primera persona como desgranándose. En uno de sus pasajes más impresionantes, del Risco confiesa:

“toda  la  muerte  que  empieza  en  este  paisaje  endurecido  por  el que  rodamos  con  los  cristales  cerrados,  escuchando  el  seco ruido  de  los  yerbajos  que  el  auto  aplasta  hacia  los  bordes  del camino, el golpe de alguna piedra disparada por los neumáticos que se aferran en las curvas, mirando entre el polvo los árboles ennegrecidos, los envejecidos pastizales donde algún molino de viento  se  alza  extrañamente  con  tétricas  manos  de espantapájaros, toda la muerte que se arrastra en los agrietados carriles,  sobre  las  filosas  navajas  de  la  caña  donde  se  raja  el vientre de los perros.”

Ya René había hablado de nafta y aquí se refiere a los molinos de vientos. Estamos en otros paisajes, en tesituras nuevas. El tono confesional también es genésico si lo vemos en el contexto de los años 60, tiempos con una clara conciencia de cierre, de óxido, de acabóse.

René se salva de otros meandros porque se encuentre. Sabe verse y decirse. Se distancia de su época porque el “yo” constructivamente entendido es su insignia, su punto fuerte y también su lado débil.

René nos habla fluidamente, como si estuviera a punto de decirnos adiós desde algún lago o enviado una carta sin estampilla.

No tiene que ser el orden la proclama de un mundo mejor ni las habitaciones arregladas signo de paz.

A René del Risco Bermúdez habría que leerlo en una tarde como ésta, cuando todo languidece.

Lo suyo era el camino, el estar yendo. Así andamos.

Así andaremos por los mejores caminos: los que necesariamente nos conducen a la nada.