Siempre vuelvo a René del Risco. Era denso, con frases convertidas ya en pentagrama o puntos celestes. Supo ver algo que no siempre distinguimos aunque sea nuestra espada particular de Damocles: ese ojo propio que nos mira, nos arrastra al salir a la calle o cuando nos desplazamos entre montón o unas cuantas personas.

Hay un fragmento de su "Cuento 1″ que desde que lo leí me tocó, aun me toca como pocos. Lo copio:
"…Decirle de esta sensación de estar avanzando entre callados cadáveres, entre ojos desconocidos en los que uno encuentra una mirada trágicamente acusadora, calladamente hostil, y sentirse uno sospechoso de pronto, como si llevase un puñal debajo de la chaqueta, dentro del maletín de cuero."

Ese principio de la duda en las miradas, de pensar que te están escrutando el orden, las formas, revela una sensación de saberse uno parte de cierto orden, de muchas formas. Más que salir nos lanzamos. Y más ahora en la que nos exponemos con mucha frecuencia en lo más personal, íntimo, familiar, porque tendemos a revelar día a día nuestros gustos, rutas, placeres, locuras. Cada vez buscamos la atención, la justificación de nuestras existencias, sacando a flote esa manita del ahogado, del que sólo quiere que lo quieran, porque sí, porque nos ahogamos de otra manera en nuestra habitación, la sala, el camino al auto, al supermercado o bajando por doblando por la Avenida Kennedy.

El “afuera” nuestro tiene que ver con una sensación de riesgo, la prueba de nuestra fragilidad.

El “afuera” dominicano se produce tras siglos de colonialismo en el que no salíamos al espacio público por lo miserable de nuestras existencias o simplemente porque no se tenía nada que buscar.

Luego vino el siglo XX, y tampoco salimos porque la calle era el peligro, el paisaje movedizo en el que tú también podías esfumarte.

René heredó esta noción trágica del “afuera” dominicano. Como diría Gastón Bachelard, la noche era “una zona de peligro”. Todavía lo es.

Al pensar en ese fragmento narrativo típico de los años 60 del siglo XX, la pregunta sería en torno a la conservación de su validez. Lo primero sería la imagen de los “callados cadáveres”. Si fuesen ruidosos o evidentes, tal vez resultaran menos irritantes. Pero son callados: nos miran como buscando que le concedamos una palabra, como si quisieran mostrarnos nuestros propios cadáveres internos, y de ahí el vaso comunicante. Entonces la pregunta pertinente sería: ¿avanzamos? La posible respuesta vendría desde los acantilados nietzscheanos: avanzar no siempre es mejor o vencer, muchas veces es sólo un cambio de posición, un nuevo colocarse en los planos vitales no siempre con un principio alentador.

Luego vienen los ojos desconocidos que nos acusan, la también hostilidad del silencio, la presunción de tu culpabilidad aún y antes de salir, y al final, la posible respuesta tuya: el de llevar igualmente la posibilidad del crimen con tu posible puñal. René logra con este fragmento todo un cuadro del individuo y los miedos del “afuera”.

Estamos ante situaciones límites, donde la línea de separación está marcada por las posibilidades del silencio y el ruido, el hablar y el haber sido regalado con palabras.

Para trasladar este fragmento a nuestros días, tendríamos que tomar en cuenta la gravidez creciente de la virtualidad. Si partimos de la tríada lacaniana de la vida como combinación de lo simbólico, lo real y lo imaginario, tendríamos que subrayar los ámbitos cada vez mayores de eso último: cuando la imagen es más consistente en nuestra vida que lo palpable.

La obra de René del Risco brinda un significativo marco de opciones para pensar el “afuera” más letal, ese en el que el sujeto tiene que revelarse en sus verdades más íntimas.