Hace mucho tiempo que no disfrutaba tanto una tarde de fútbol. Parece que con los años, el cansancio y las lesiones han hecho que me preocupe más por no maltratarme que por jugar. Tal vez porque como jugador activo tenía un ritmo de juego que ya con los años no puedo llevar. No soy viejo y me veo bastante joven, incluso diez años menos de los que tengo según me dicen en algunas ocasiones. Las caras de asombro son comunes cuando digo mi edad, o por el contrario cuando no la digo y me ponen bien juvenil.

Durante los años de colegio y universidad acostumbraba a corretear como un cocker spaniel en una pradera. No paraba. Me gustaba mantener la posesión, gambetear y meter un pase filtrado luego de halar dos marcas. Esto cada vez es más difícil, la cintura ha perdido aceite, y los movimientos son más torpes. Además, la pierna zurda con varios esguinces ya no profesa mucha confianza. El tiempo y los años pasan factura. Sin embargo, pocos sentimientos igualan al de la brisa zumbando en los oídos, evitar a un rival y habilitar a un amigo con un pase preciso. La precisión es algo que no he perdido, seguro que por todas esas tardes en el campo de la UASD intentando tiros libres a lo Beckham, de algo sirvieron. Tampoco el control se me ha ido y eso me ayuda a no errar el tiro cuando se te vienen encima los rivales. Pero igual, no tengo la misma velocidad ni resistencia y el disfrute es ahora más sencillo.

Ya no se trata de evadir rivales y pegarle desde donde sea, sino más bien de jugar muy pausado, administrando bien el oxígeno y el agua. Evitar no quemar todas las energías para no sufrir una lesión y por supuesto mantenerse hidratado. A veces no nos percatamos de que algún día envejeceremos y dejaremos de disfrutar de los deportes por completo. Algunos viven una vida que los saca muy temprano de lo que más disfruta. Yo creo que me he dado cuenta a tiempo. No veo todavía el día en el que no pueda patear un balón.

Duré varios meses sin jugar por dolores que tenía en las rodillas y por un pequeño esguince en el tobillo derecho. Este domingo fui a jugar fútbol siete. Además de reírme con los comentaristas durante el juego, la mofadura y cualquier otra gracia de las que ocurren durante un juego sin otra gloria más que divertirse; metí un par de goles. El sentimiento de un gol, aún en una tarde de fútbol dominguero entre amigos es relajante. La competitividad en el humano es innata. Y esto hace que uno celebre internamente e incluso hasta recuerde otras cosas de sus mejores años dentro del deporte.

Lo peculiar de esta tarde de fútbol fue el clima. La lluvia había refrescado bien el suelo todavía húmedo. Y la brisa fresca mantenía los pulmones henchidos. Sudamos frío y por tal razón no sufrimos la sofoquina que suele hacer que abramos la boca como un pez. Ni esas orejas calientes y rojizas que tienden a delatar un desaliento inevitable. Jugamos y lo hicimos durante dos horas, como acostumbraba yo hace unos años. En efecto ya no tengo piernas para fútbol cinco, al menos no para jugar durante dos horas. Pero si tengo para el de siete, y este me resulta más cómodo y agradable.

Logré este domingo hacer de todo, defender, corretear un poco, gambetear y pegarle varias veces a la portería. Algunos disparos desviados, otros con unos segundos más, bien colocados junto al palo.  El martes todavía tenía las piernas adoloridas, pero hoy viernes estoy a la espera del domingo, para volver a tener una tarde de fútbol que detenga el tiempo; olvidarme de él, los problemas existencialistas y de la vida, y disfrutar dos horas de fútbol con los amigos.