Una tarde soleada, como de cuaresma,  me reuní con  Ylonka Nacidit Perdomo para llevar a cabo lo que parecía una  difícil misión.

La misión consistía en entrevistar a la  escritora Hilma Contreras, o al menos, sacarle unas cuantas palabras acerca de si misma, sus escritos, sus hábitos creativos, el  por qué de su errancia, su soledad, el curso silencioso de su existencia, y todo lo que se le ocurriera decirme para un número del periódico feminista “Quehaceres”, del que por ese entonces, yo era co-editora. De antemano, Ylonka me advirtió de lo celosa con su espacio y privacidad que era Hilma.  Aunque temía pasar por inoportuna, sin embargo, como no hay peor diligencia que la que no se hace, decidí intentarlo.

Al llegar a la residencia de la escritora, ubicada en una tranquila urbanización cerca de la carretera Sánchez, tuve la impresión de que se trataba de una casa encantada, especie de templo aislado de la realidad; una casa común y corriente en su fachada externa, pero llena de historias y silencios por dentro.

Y ahí estaba Hilma, vestida con un sencillo camisero de florecitas y tela de algodón, mostrando una sonrisa tímida, como una niña pillada de repente en su escondite, en el que vivía rodeada de gatos, libros, muebles antiguos y plantas que crecían a lo loco, dándole un aspecto muy singular al sitio.

Ylonka me presentó a su manera, llamándome ilustrísima, como era su costumbre, entre otros calificativos exaltados que hicieron reir de buena gana a Hilma. Antes que nada,  dimos un paseo por el interior de la casa. Ylonka , que ya conocía el lugar, iba reconfirmando cosas: “¿Verdad, Hilma, que esta credenza la trajiste de Francia?”; “Hilma, cuéntale a Aurora de tu amistad con la novelista Colette”;  “Esta foto en la que estás vestida de hombre… ¿te la hicieron en París”? A todo lo cual, la escritora, delgada y de apariencia frágil, contestaba con monosílabos, mostrando la amable sonrisa de la persona educada que lo único que quiere es que la dejen en paz.

Ya para mí era más que evidente que Hilma prefería que no le preguntara nada. Daba la impresión de que hablaba telepáticamente, y que para ella no tenía ningún sentido dar ninguna entrevista. La admiré por eso. Pocos escritores resisten la tentación de ser alabados, endiosados, colocados en un altar, reconocidos y elevados al Parnaso en un dos por tres. Hilma ni siquiera tenía que esforzarse en resistir. Ella personificaba la resistencia a cualquier perturbación de su tranquilidad. Si a algo parecía rendir pleitesía era a la  perfecta soledad (ni siquiera tenía a alguien para los quehaceres domésticos) que la rodeaba.

De repente, Ylonka dijo que iría al colmado. A la vuelta, apareció con una botella de ginebra o anís confite, no recuerdo, y unas cuantas fundas de galletas. Servimos la bebida en finas copitas de cristal. Hicimos un brindis, charlamos de cosas intrascendentes, y al rato, una cierta complicidad se instaló espontáneamente entre nosotras. A partir de entonces, ya no éramos la poeta enganchada a entrevistadora, acompañada de otra poeta inquieta y atrevida, intentando que Hilma Contreras hablara de su vida y obra, sino tres viejas amigas compartiendo un buen rato, no a causa del alcohol, que apenas probamos, sino del hecho de que probablemente, Hilma  sintió que dejamos de tratarla como a un ser especial.

Así surgió una conversación memorable, que de no haber sido publicada en el “Quehaceres” , hoy pensaría que pertenece a la ficción.  De todo lo dicho por Hilma aquella tarde, quedaría plasmada para siempre la siguiente reflexión:

"Siempre he relacionado la soledad con la libertad. Por lo tanto, primero instintivamente, escogí la soledad y creo que valió la pena".