Los encuentros literarios, con el tiempo, habían ido perdiendo ese toque mágico y placentero que en otros tiempos siempre les habían acompañado. Sin embargo,  de vez en cuando, ocurre un hecho inusitado que logra rescatar nuestra esperanza y nos hace creer que un sortilegio es aún posible. Yo, sin ir más lejos, tan reacio a los grupos literarios desde hacía siglos, tuve el privilegio de formar parte de una suerte de hechizo, pues no veo otra manera de definir el innegable placer que sentí al compartir una agradable charla, una mañana de diciembre, con varios escritores amigos. Para el amor y la amistad cualquier excusa es plausible y para esta reunión que les cuento servía por igual.

En esa ocasión yo esperaba la llegada de mi amigo Médar Serrata, quien cada cierto tiempo cruza con Rebeca  por esta media isla. Está vez le aguardaba con mayor interés si cabe que en otras ocasiones, ya que mi compañero de andanzas juveniles acababa de tener la gentileza de escribir el prólogo de mi primer poemario y lo había hecho con una elegancia exquisita. Él y yo habíamos conversado largamente sobre el libro y el mencionado prólogo en su conjunto,  pero a distancia y vía telefónica, por lo que su presencia cobraba para mí un interés muy particular en esta coyuntura. Tuvimos un primer encuentro en la famosa esquina del Conde, parada obligatoria para cuantos aman la literatura en este lugar. Un efusivo saludo, pasar revista y ponernos al día en las cosas cotidianas nos llevó buena parte de esa tarde. Al despedirnos quedamos en volver a vernos en una actividad que se iba a celebrar en la Editorial Santuario. Llegué a aquel acto un poco tarde, cuando ya todos estaban  reunidos. A petición de Isael Pérez me presenté con la timidez que me caracteriza en público. Luego, perdiendo en parte el miedo escénico, confesé que me alegraba profundamente de poder participar en tal evento ya  que, entre los presentes, se encontraban dos de los escritores por los que yo sentía mayor respeto y admiración. Me sentía honrado en su presencia y muy feliz, dado que iba a tener -al fin- el placer de poner en contacto a dos buenos amigos: Juan Carlos Mieses y Médar Serrata. Aprovechamos ese mismo instante para convocar,  un encuentro en la zona colonial, días más tarde. Asumí entonces la responsabilidad de contactar con otros autores que pudieran sumarse a la iniciativa: José Mármol, Juan Freddy Armando, Federico Henríquez Gratereaux, Plinio Chahín Rodríguez y César Sánchez Beras.

La hora fijada fue las diez treinta de la mañana, frente a la Catedral. Juan Carlos pidió puntualidad y yo, como promotor de dicho encuentro, no podía darme el lujo de llegar con retraso, así pues, a las diez en punto, me encontraba sentado en una mesa rectangular rodeado de turistas y de algún que otro paisano. Minutos más tarde comenzaron a llegar los contertulios. Apareció en primer lugar Juan Freddy Armando, vestido totalmente de blanco, con esa jocosidad a flor de piel que le es tan característica y haciendo referencia a su origen inglés dada su innegable puntualidad. Un poco  más tarde y dentro de la hora convenida, llegó Juan Carlos con ese aire de escritor sencillo perdido en una isla del Caribe. Todos fueron apareciendo, poco a poco, cada uno como quien baja de una nube. Médar y Rebeca, entraron en escena con ese aire que empieza a recordar esas uniones legendarias de famosas parejas de escritores, como Sartre y Simone de Beauvoir. La reunión fue tomando cuerpo, tan solo a la espera de José Mármol y Don Federico Henríquez Gratereaux, que finalmente y por diversas razones no pudieron acudir.

La atmósfera general se hizo de inmediato agradable y sin duda estimulante. La cita más aguda de Juan Freddy Armando recibía, en justa correspondencia, el comentario -por igual oportuno y salpicado de fino humor- de Juan Carlos solo propio de un hombre formado en una ciudad como París. Algo más tarde se integró al grupo Plinio Chahín. El encuentro fue en todo momento relajado y placentero. Por fortuna no se dio ninguna de esas poses a veces tan comunes en los conciliábulos de escritores. No hubo petulancia intelectual ni vanidad por mostrar unos a otros un conocimiento universal. Todo sucedió de la forma más espontánea y sencilla que se puedan llegar a imaginar. Por mi parte quedé enormemente sorprendido por el alto nivel de los presentes y muy complacido al observar, como por debajo del juego de las palabras, se escondía  todo un mundo de conocimientos, del que emergía tan sólo la cima del iceberg.

Lejos estoy de la jactancia de considerar nuestro encuentro como una de las famosas reuniones del  ¨Círculo de Bloomsbury¨ surgido en torno a Virginia Woolf y su hermana Vanessa Bell, y donde participaban destacadas figuras del mundo de la cultura en general, artistas, escritores y pensadores de principios del XX. Sin embargo y salvando las distancias, quiero dejar aquí constancia de que nuestro pequeño encuentro gozó de un ambiente envidiable, tan agradable y de tan elevada altura que la literatura sólo fue una más de los invitados a la mesa. Se produjo en todo momento un interesante intercambio de opiniones, se habló de cualquier tema sin reparo alguno,  la conversación no derivó hacia asuntos de índole personal ni se habló mal de otro escritor, por el contrario la discreción y el mutuo respeto presidió, de principio a fin, nuestra jornada. Las plumas de pavo real no tuvieron cabida aquel día en nuestra mesa. Cada persona se expresó desde su propia solvencia, sin pretender apabullar al otro. En mi caso, tan solo fui el cronista de aquella hermosa mañana  que transcurrió al calor de la charla entre un puñado de buenos escritores, de los que me precio y a los que, orgulloso, puedo llamar amigos.