En Genealogía de la moral, uno de los textos clásicos de la filosofía occidental, Friedrich Nietzsche caracteriza el nexo social en términos de la relación entre acreedor y deudor. Los integrantes de una sociedad disfrutan de la estabilidad, la protección social y una serie de privilegios con respecto al “extraño” a dicha comunidad.

Esta serie de privilegios impone por igual un conjunto de obligaciones o compromisos con respecto al orden social. Cuando un ciudadano se desentiende de estas obligaciones entra en una situación de deuda con el acreedor, la sociedad misma.

Desde la perspectiva de Nietzsche, la comunidad, como acreedor engañado, se empeñará en cobrar la deuda al infractor del orden social que con sus acciones atenta contra ella.

Ahora bien, según la perspectiva nietzscheana, las sociedades primarias e institucionalmente débiles cobran la infracción social con hostilidad, odio y crueldad. En las colectividades social e institucionalmente fuertes, se humaniza el cobro de la deuda, hasta el punto de que no es necesario el aniquilamiento del infractor, sino su readecuación al orden social una vez ha cumplido con el pago de su deuda.

Nietzsche sostiene que un indicador del poder de una sociedad es su capacidad para asimilar los daños causables por el infractor. Siguiendo este principio, nos dice que podríamos llegar al nivel donde una comunidad podría ser lo suficientemente fuerte para darse el lujo de la impunidad, de no cobrar las faltas al cuerpo social, como el individuo lo suficientemente rico puede darse el lujo de no cobrar una deuda monetaria.

Mirando el planteamiento desde un contexto latinoamericano, la postura resulta llamativa. En una sociedad como la nuestra, la dinámina es inversa. El orden social es débil y falla constantemente en su función de “acreedor”. De hecho, las instituciones se desarrollan sobre la base de una infracción constante del orden social, quien a pesar de no ser lo suficientemente fuerte para “acumular deudas”, lo hace, creando una cultura de la impunidad.

Es entonces donde se crean las condiciones para que cualquier ciudadano particular se convierta en el “acreedor”, ejerza el derecho a la violencia que compete al Estado y tome la justicia en sus manos.

La acumulación de las “deudas sociales”, de las constantes infracciones no cobradas contribuye a la conformación de una atmósfera psicológica favorable para que un individuo pueda decidir aniquilar a un infractor del orden social recibiendo el aplauso de un segmento significativo de la población, como ha ocurrido en las últimas semanas.

Entonces, se comienza a trazar un peligroso camino donde más señales invitan a cobrar personalmente las deudas. Es el inicio del trayecto casi irreversible hacia una sociedad de violentos acreedores, hacia la disolución del cuerpo social.