La corrupción administrativa, así como la hipercorrupción, son vistas frecuentemente como la mera expresión de las ansias de enriquecimiento económico de quienes ocupan las funciones públicas. Pero si bien es cierto que la mayor responsabilidad moral de combatirla recae sobre quienes se han comprometido a cumplir y hacer cumplir las leyes, el éxito de la corrupción como mecanismo de ascenso social no se explica sin la existencia de actitudes y concepciones que le permiten convertirse en parte de la vida cotidiana de la gente.
Por ejemplo, tenemos el caso del nepotismo, la práctica de contratar a un familiar sin ningún mérito más que el de la relación de parentesco. Puede decirse que se trata de una práctica repudiada desde el punto de vista moral en las sociedades occidentales modernas. Sin embargo, es ampliamente aceptada en países con las características socioeconómicas de los países latinoamericanos.
El carácter excluyente del desarrollo económico de la sociedad dominicana ha creado un segmento poblacional sin posibilidades reales de lograr la prosperidad familiar mediante el trabajo formal. En la medida en que se consolida el estado de precariedad de un núcleo familiar y se cierran las posibilidades de realización personal por los mecanismos regulares de una sociedad abierta, la insertación de uno de los integrantes de ese núcleo en una de las posiciones del Estado se percibe como la única tabla de salvación de los familiares que no han podido accesar a la posición.
Entonces se ve como un deber moral del individuo que ha asumido la función pública “ayudar” a los familiares con un empleo o un “enchufe”. Si no lo hace, se le percibe como un insensible, no como un individuo de integridad moral.
El desarrollo económico excluyente es decisivo en la conformación de una concepción pesimista con respecto a las posibilidades de un proyecto nacional. En estas circunstancias, permea el cinismo y se cree tan sólo en la supervivencia personal y familiar. Se apodera de los segmentos de la clase media, media baja y pobre lo que hace muchas décadas atrás denominó el sociólogo Edwuard C. Banfield como “familismo moral” , la actitud de buscar solamente el beneficio propio y de la familia a espaldas del interés de la comunidad.
En este sentido, se asume como válido aprovecharse de las funciones públicas, de las instituciones y de los fondos comunes para beneficiarse a un familiar o a sí mismo. Banfield pensaba que en una sociedad de “familistas amorales” los funcionarios públicos trabajarían solo lo necesario para obtener una promoción, nunca tomando como horizonte el interés público. Los ciudadanos comunes mostrarían interés solo por sus asuntos privados, por lo que no habría regulación ciudadana del funcionarado público.
Las tesis de Banfield generaron en su tiempo controversias, pero no hay dudas que cuando miramos la realidad de muchos países latinoamericanos como el nuestro su teoría tiene un gran poder heurístico para comprender fenómenos como el de la hipercorrupción latinoamericana.