Un minibús cargado de pasajeros conducido según testimonios coincidentes a exceso de  velocidad sobre un pavimento mojado y llevado al carril contrario impacta de frente a una patana.  Balance: al menos trece víctimas fatales y alrededor de docena y medio de heridos, algunos con lesiones tan graves que corren también riesgo de muerte.

Este es el trágico episodio registrado en la carretera de Samaná, sobre la cual muchos conductores se muestran aprensivos por la cantidad de curvas que presenta a más de los peajes excesivos, provocado por un manejo imprudente que lleva luto, dolor y llanto a otras tantas familias y sume en duelo colectivo a la comunidad de Las Terrenas donde residía la mayoría de los fallecidos.   Es, sin embargo, tan solo un  eslabón más en la interminable cadena de ocurrencias vehiculares que arrastramos desde hace muchos años como la principal causa de muertes violentas en el país.

Cualquiera otra ocurrencia trágica: un feminicidio,  un homicidio atribuido al crimen organizado o como expresión de la violencia latente en el comportamiento de un número cada vez mayor de ciudadanos, llama más la atención y crea mayor impacto que esta interminable sangría representada por los accidentes vehiculares. Esto así, pese a  que cada año siega miles de vidas y deja una mayor cantidad con graves lesiones y discapacidades muchas veces permanentes.

Son muertos y heridos que no parecen quitarle el sueño a nadie, salvo a los parientes de las víctimas.   Tampoco luce que le originen insomnio a las autoridades que, de tiempo en tiempo, nos anuncian la adopción de medidas destinadas a reducir los accidentes de tránsito que al final no va más allá de una simple declaración mediática.  Esto, sin contar la fuerte resistencia que hacen determinados intereses a la tan prometida modificación de la ley de Tránsito para hacer más efectivas sus normas y rigurosas las sanciones a los infractores.

Cientos de millones de pesos acumulados en multas que no se pagan.  Reincidentes en todo tipo de violaciones que vuelven a las calles y carreteras para seguir cometiendo las mismas y aún peores.  Cientos de miles que transitan con la licencia vencida. Una gran cantidad que lo hace sin seguro.  Una revista de vehículos que es un chiste de mal gusto y no pasa de ser un simple expediente de cobro del impuesto.  Carros del concho, muchos de los cuales son chatarras destartaladas, que transitan como si fueran dueños de las vías públicas.  Las famosas “voladoras”, en perpetua y peligrosa competencia por cargar pasaje.  Gente que valida de su rango político o uniformado violan todas las normas de manera impune amparada por la clásica amenaza de “¿usted no sabe con quien se está metiendo?”, una especie de patente de corso para gozar de impunidad.

En fin, todo un caos monumental que explica por qué en una reciente medición internacional de los países donde es mayor la proporción de víctimas del tránsito por cada cien mil habitantes, ocupamos un muy poco honroso segundo lugar. E igualmente con la vergonzosa calificación de ser el país del mundo donde peor se maneja.

Esta vez fueron trece.  Pero todos los días registramos muertes por nuestra forma irresponsable de conducir y la reiteración con que violamos las normas de ley, desde llevarnos tranquilamente la luz roja sin poner mente en las posibles consecuencias hasta hacer uso medalaganario de las aceras y los espacios públicos como parqueo, incluyendo las áreas verdes y las advertidamente prohibidas.

Es una sangría interminable.  Muertos que lamentablemente a muy pocos les quita el sueño y que por su frecuencia, van dejando de ser noticia y estremecer la conciencia colectiva, salvo en contadas ocasiones como en este caso,  pero con un sedimento muy efímero que pronto cede su lugar al más entretenido chismorreo politiqueril.