Rufino Tamayo se deprimía cada que llegaba el grosero invierno parisino. Después de soportar unos cuantos, le dijo a su esposa Olga, algo del tipo: ¡Ya estuvo suave, vámonos de aquí! Cuenta la leyenda que tan pronto como volvieron a México, el pintor sacó sus pinceles y se aventó un cuadro lleno de suculentas sandías.

Según los conocedores, el gusto por esta fruta roja le venía desde niño, cuando huérfano de madre y con el padre en fuga, se fue a vivir con sus tíos a la ciudad de México, pues ellos tenían un puesto en el mercado de la Merced. ¿El color y la variedad (no olvidemos los olores) de los mercados le habrían inspirado el cuadro del retorno?

Ahora bien, esta fruta tan característica en la obra del oaxaqueño ha sido retomada para recordarlo a tres décadas de su fallecimiento. El pasado lunes 25 de octubre, se inauguró en la Plaza de la Danza la muestra Rufino Tamayo 30, con la participación de treinta artistas plásticos; que a decir de su organizadora, Nancy Mayagoitia, pretende: “provocar una relación lúdica y afectiva entre Tamayo, la pintura contemporánea que se realiza en Oaxaca y la gente que transita por la ciudad".

Podría decirse que el oaxaqueño caminó de la mano del siglo XX, ya que nace en 1899 y muere en 1991. Llega después de los llamados tres grandes del muralismo, Rivera, Orozco y Siqueiros. También estaba menos abrumado que ellos por las cuestiones político-históricas, que evitaba incluir en su obra, aunque esto no significa que no estuviera consciente de la triste realidad mexicana. ¿Por eso quiso donar su colección al Museo que lleva su nombre y que él mismo se encargaría de fundar? ¿Una herencia para todos de parte de la pareja Olga&Rufino que no tuvo descendencia? Lo anterior lo he descubierto mientras escribo esto, aunque ya antes caminé por las salas del Museo Tamayo, ubicado muy cerca del de Antropología, en el Paseo de la Reforma de la capital mexicana, lleno de color y de piezas invaluables que juntó a lo largo de su vida.

Por donde sí me gustaría andar es por la dichosa Plaza de la Danza de la bella y colorida Oaxaca. A falta de tiempo y dinero para subirme a un avión, me engancho de la red e imagino cómo me acerco a la "cosecha de sandías". Son grandes y anchas y no todas tan rojas. Cada artista juega con las figuras que salían de la mano de Tamayo: lunas, mujeres, animales mitológicos, formas medio abstractas medio fantásticas y de esta manera, recrea la fruta encantada.

Tanto le gustaba al joven Rufino “servirse” del puesto familiar, que éstos estuvieron rogándole con insistencia que estudiara comercio, pero él mejor decidió meterse a la Academia de San Carlos. Tiempo después conocería a José Vasconcelos, quien le encargó que dibujara piezas arqueológicas. ¿De allí le nació la pasión por el arte prehispánico, que luego se reflejó en la gran colección con la que igualmente habría de fundar otro museo en la ciudad de Oaxaca de sus amores?

En la exposición participan artistas de todos lados, hay un japonés y algunos otros de América del Sur, por ejemplo, pero Oaxaca es el punto de encuentro y de creación. Esa Oaxaca pluricultural, llena de tradición, de comida milenaria, de mezcal memorable, de caciques ominosos, de la que Tamayo no podía alejarse por mucho tiempo sin que lo golpeara la nostalgia. Como aquella vez que, con menos de treinta años, se embarcó hacia Nueva York con su amigo el pintor José Chavez Morado. Distraídos y maravillados con la gran ciudad, se les olvidó que necesitaban más que un par de dólares para volver y entonces se pusieron a hacer lo que sabían: dibujos, carteles, oleos…

En fin, quisiera agregar otra cosa que también ignoraba: cómo Rufino conoció la sandía del amor. Le habían encargado un mural para la Escuela Nacional de Música y en esas andaba, repartiendo trazos desde los andamios y preparando el fresco que se llamaría El canto y la música, cuando de repente, una chica lo buscó para decirle que no le gustaban esos “monos horrorosos” que estaba dibujando. Déjame en paz le replicó. Ella estudiaba piano, se llamaba Olga Flores y en menos de un año habrían de casarse…

Pese a todo, yo evito esas frutas con semillas negras, prefiero aquel haiku de Tablada: “Del verano, roja y fría carcajada, rebanada de sandía”.