La relación entre la prensa y el gobierno debe ser la de  amigables adversarios, como decía Germán Ornes. En toda nuestra vida institucional esta máxima ha sido la regla de una relación distante pero respetuosa. No hay otra capaz de superar las diferencias.

Como vigilante de las libertades, la prensa debe mantener una posición crítica frente a los poderes por la naturaleza autoritaria de éstos. Ese rol se hace más necesario en países sin instituciones fuertes y débil tradición democrática. En diferentes etapas, esa obligación fundamental  ha cedido espacio en muchos países ante un esfuerzo brutal de control de los medios al través de la adhesión, a veces casi fanática, de muchos de los que trabajan en ellos, y a pesar de la obstinada resistencia de una parte importante de la prensa que ha sabido defender su honor y su libertad de opinión. La ausencia de institucionalidad y el universal libertino poder discrecional de los funcionarios públicos, ejercen también una despiadada presión sobre la propiedad de los medios, intentando mediatizar su rol, en base a sutiles amenazas de diversa índole.

La relación de adversaros no significa que las partes desconozcan la importancia que ambas tienen. Esa justa relación se pierde o extravía cuando el gobierno intenta moldear el papel de los medios y también, de igual manera, cuando los medios intentan suplantar las funciones del gobierno. La prensa tiene el deber de informar cuanto hace o no hace un gobierno. El gobierno tiene la responsabilidad de trazar las directrices de la nación.

Cuando los intereses económicos de los medios se empecinan en conducir  mediante titulares y editoriales las políticas públicas, incurren en el mismo fatal error que genera todo intento oficial por forzar políticas editoriales e informativas en los medios. En la práctica es difícil determinar cuál resulta más dañina para la buena y armónica marcha de un país.