Qué sensación más extraña me embarga cada vez que pienso en la incapacidad del hombre de cambiar, por ejemplo, el curso de un huracán y evitar que ese viento impetuoso y temible cause daños a personas y a bienes materiales en los pueblos arrasados por los vientos y anegados por las lluvias, dando lugar al llamado desastre natural, que es como decir «La Naturaleza es la culpable», lo cual es injusto, pero es un modo del hombre no admitir su evidente impotencia humana ante los designios de Dios.
Otro ejemplo: tampoco es capaz el hombre de predecir con exactitud cuándo y dónde ocurrirá un terremoto y mucho menos de predecir cuál será su intensidad. Auxiliado por las estadísticas —para ello registra fechas y lugares en los que históricamente han ocurrido movimientos telúricos—, solo sabe pronosticar, ¡nunca con certeza!, sobre posibles futuras ocurrencias de terremotos que únicamente la Naturaleza domina, aunque, en su olímpica arrogancia, el hombre no admite lo pequeño que es ante Ella.
Ha desarrollado el hombre una enorme capacidad para destruir y maltratar la Naturaleza, para hacerse daño a sí mismo, pero no es capaz de evitar las terribles y desastrosas consecuencias provocadas por las reacciones de esa su Madre Natura rebelada.
Los ciclones, los maremotos, los terremotos, los tsunamis, los deslizamientos de tierra y los tornados, considerados fenómenos o eventos naturales, son parte del terrorífico lenguaje de esa Naturaleza hastiada por la actitud irracional del hombre y su ciencia. ¿Y qué decir de las consecuencias del calentamiento global (causado por el hombre) y su incontrolable aumento de concentración de los gases que producen el efecto invernadero? Cabe aquí esta pregunta: ¿acaso nos está hablando la Naturaleza desde el diluvio universal?
Sí, pienso que sí. Esa Naturaleza le está hablando al hombre que, en su insensatez, destruye lo que garantiza su existencia en su propio hogar, el planeta Tierra, el quinto mayor de los ocho planetas del sistema solar. Contra esa Naturaleza a la que debería amar y no odiar del modo en que lo ha venido demostrando —cavando en su interior millas y kilómetros para enterrar ojivas nucleares— actúa salvajemente o quizá más fieramente que las mismas fieras de la más profunda selva terrestre. ¡Cuánta estupidez humana! ¡Qué absurdo todo eso!
¡No creo estar equivocado! ¡Es cierto! El hombre, a través de los siglos, ha venido demostrando ser —a pesar de haberse considerado a sí mismo un animal racional— mucho más animal que los animales salvajes, no poseedores aparentemente del don de razonar: es inferior a ellos en sabiduría… a veces pienso. Avanza material y tecnológicamente a pasos sorprendentes, pero de igual modo retrocede en los planos espiritual, ético y moral. Se aleja de la sabiduría, se deshumaniza de preocupante manera. ¿Acaso el hombre escuchará algún día la voz de esa Naturaleza rebelada?