BENJAMÍN NETANYAHU parece estar ahora detestado por todos. Casi tanto como su entrometida esposa, Sarah’le.
Hace seis semanas, Netanyahu fue el gran vencedor. En contra de todas las encuestas de opinión, logró una sorpresiva victoria en el último momento, al ganar 30 escaños en el Knesset de 120 miembros, dejando al Partido del Trabajo (rebautizado “Campo Sionista”) muy por detrás.
Los puestos adicionales no vinieron de la izquierda. Llegaron de sus rivales más cercanos, los partidos de derecha.
Sin embargo, fue un gran triunfo personal. Netanyahu estaba en la cima de su mundo. Sarah’le (su esposa) estaba radiante. Netanyahu no dejó ninguna duda de que él era ahora el amo, y que estaba decidido a ordenar las cosas de acuerdo con sus deseos.
Esta semana recibió su merecido. En el último día del período que le corresponde por ley para establecer su nuevo gobierno, estaba al borde de la desesperación.
Un viejo dicho hebreo lo resume: “¿Quién es un héroe? El que convierte a un enemigo en un amigo”.
En este sentido, Netanyahu es un antihéroe. Él tiene un talento peculiar para convertir amigos en enemigos. Sarah’le representa una gran ayuda en esto.
Winston Churchill una vez aconsejó que en el momento de la victoria uno debiera ser magnánimo. Pero la magnanimidad no es una de las virtudes sobresalientes de Netanyahu. Dejó en claro que él, y sólo él, era ahora el amo.
Inmediatamente después de las elecciones, Netanyahu decretó que el próximo gobierno sería una coalición estrecha de ortodoxos y partidos de derecha, lo que le permitiría, por fin, hacer las cosas que realmente él quiere hacer: poner fin a esta tontería de dos estados, castrar a la Corte Suprema de Justicia, enmudecer a los medios de comunicación y mucho más.
Todo había ido muy bien. Netanyahu fue invitado por el Presidente del Estado para formar el próximo gobierno, las conversaciones para la coalición marcharon sin problemas; y los contornos de la coalición estaban claros: el Likud, el partido asquenazi ortodoxo de la Torá, el partido de los ortodoxos orientales, Shas; el partido de la nueva reforma económica de Moshe Kahlon, el partido nacionalista-religioso de Naftali Bennett y el partido ultraderechista de Avigdor Lieberman.
En resumen, un cómodo total de 67 de los 120 miembros del Knesset.
Los jefes de partidos no tienen que amarse para establecer una coalición. Ni siquiera tienen que gustarse. Pero en realidad no es muy cómodo sentarse juntos en un gobierno cuando ellos se odian y desprecian entre sí.
EL PRIMERO en lanzar una bomba fue Avigdor Lieberman.
Lieberman no se considera un “verdadero” israelí. Él se ve diferente, habla con acento extranjero muy fuerte, su mente parece funcionar de una manera distinta. A pesar de que llegó a Israel hace décadas, todavía se considera “un ruso”. En realidad, él vino de la Moldavia soviética.
Hay un dicho que se ha atribuido a Stalin: “La venganza se sirve mejor fría”.
El martes, 48 horas antes que finalizara el tiempo asignado por la ley para la formación del nuevo gobierno, Lieberman dejó caer la bomba.
En las elecciones, Lieberman perdió más de la mitad de su fuerza a favor del Likud, con una reducción de seis asientos. A pesar de ello, Netanyahu le aseguró que podía retener su puesto como ministro de Relaciones Exteriores. Era una concesión barata, pues Netanyahu toma él mismo todas las decisiones importantes de política exterior.
De repente, y sin ninguna provocación, Lieberman convocó a una conferencia de prensa e hizo un anuncio trascendental: no se uniría al nuevo gobierno.
¿Por qué? Todas las demandas personales de Lieberman habían sido satisfechas. Los pretextos eran obviamente artificiales. Por ejemplo, quiere que se ejecute a los “terroristas”, una demanda resueltamente rechazada por todos los servicios de seguridad, que creen (con razón) que crear mártires es una idea muy mala. Lieberman también quiere enviar a prisión a los jóvenes ortodoxos que se niegan a servir en el ejército, una demanda ridícula de un gobierno en el que los partidos ortodoxos tienen un papel central. Etcétera.
Fue un acto de clara y flagrante de venganza. Obviamente, Lieberman había tomado esa decisión desde el principio, pero la mantuvo en secreto hasta el último momento, cuando ya no había tiempo para que Netanyahu cambiara la composición del gobierno, invitando, por ejemplo, al Partido Laborista.
Fue, sin duda, una venganza que se sirvió fría.
SIN LOS seis miembros del partido de Lieberman, Netanyahu todavía tiene una mayoría de 61, lo suficiente para presentar al gobierno ante el Knesset y obtener un voto de confianza. Lo justo.
Un gobierno de 61 miembros es una pesadilla perpetua. Yo no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
En tal situación, ningún miembro de los partidos de la coalición puede ir al extranjero, por temor a una moción repentina de censura de la oposición. Para los israelíes este es un destino peor que la muerte. La única manera para que una miembro de la coalición del Knesset viaje a París sería hacer un acuerdo con un miembro de la oposición que quiera ir, por ejemplo, a Las Vegas.
Una mano lava a la otra, como dice el refrán.
Pero hay una pesadilla constante peor para Netanyahu: en una coalición de 61 miembros, “cada hijo de puta es un rey”, como reza un dicho hebreo. Todos y cada uno de los miembros puede obstruir cualquier proyecto de ley elaborado por el Gobierno, permitiría que ganara cualquier movimiento de la oposición al ausentarse de alguna votación decisiva.
Todos los días serían un día perfecto para chantajes de todo tipo. Netanyahu estaría obligado a acceder a todo capricho de cada miembro. Ni siquiera en la mitología griega se inventó una tortura como esa.
EL PRIMER ejemplo ya se dio el mismo primer día después de la bomba Lieberman.
Bennett, que aún no había firmado el acuerdo de coalición, se encontró en una posición en la que no habría gobierno de Netanyahu sin él. Se devanaba los sesos sobre cómo aprovechar la coyuntura y obtener algo más de lo que ya le habían prometido (y humillar a Netanyahu, de paso). Se apareció con la exigencia de que Ayelet Shaked se convirtiera en ministro de Justicia.
Shaked es la reina de belleza del nuevo Knesset. A pesar de sus 38 años, tiene un aspecto juvenil. También tiene un hermoso nombre: Ayelet significa “gacela” y Shaked “almendras”.
Su madre era una profesora izquierdista, pero su padre, nacido en Irak, era un miembro del comité central del derechista Likud, y ella sigue sus pasos.
Esta gacela de ojos almendrados sobresale en actividades políticas que se basan en el odio: un odio intenso a los árabes, los izquierdistas, los homosexuales y los refugiados extranjeros. Es autora de un flujo constante de proyectos de ley de extrema derecha. Entre ellos, el atroz proyecto de ley que dice que el “carácter judío” de Israel tiene prioridad sobre la democracia y que anula las leyes básicas. Su incitación contra los refugiados indefensos de Sudán y Eritrea que han logrado de alguna manera llegar a Israel es sólo una parte de sus esfuerzos incansables. Aunque es el Número 2 de un partido religioso rabioso, no es religiosa en absoluto.
La relación entre ella y Bennett comenzó cuando ambos eran empleados de la oficina política de Netanyahu, cuando este era el líder de la oposición. De alguna manera, ambos provocaron la ira de Sara’le, que nunca olvida ni perdona. Por cierto, lo mismo ocurrió con Lieberman, también exdirector de la oficina de Netanyahu.
Así que ahora es el día del pago. Netanyahu torturó a Bennett durante las negociaciones, haciéndole sudar durante días. Bennett aprovechó la oportunidad después de la deserción de Lieberman y le puso la nueva condición para unirse a la coalición: el Ministerio de Justicia para Shaked.
Netanyahu, desprovisto de alguna alternativa práctica, cedió ante el chantaje. Era eso o ningún gobierno.
Así que ahora “la gacela” está a cargo de la Corte Suprema, que detesta. Ella va a elegir al próximo Fiscal General (conocido en Israel como “asesor jurídico”) y a rellenar el comité que designa a los jueces. También estará a cargo del comité de ministros que decide qué proyectos de ley serán presentados por el gobierno al Knesset… y cuáles no.
No es una situación muy prometedora para la única democracia del Medio Oriente.
Netanyahu tiene demasiada experiencia para no saber que él no puede “al fin” gobernar con una coalición inestable. Él necesita al menos un socio más en el futuro cercano. Pero, ¿dónde encontrar uno?
El partido árabe está evidentemente descartado. Así como el Meretz. Y también el partido de Yair Lapid, por la sencilla razón de que los ortodoxos no se sentarán con él en el gobierno. Así que sólo queda el Partido Laborista, el Campo Sionista.
Francamente, creo que Yitzhak Herzog saltaría ante la oportunidad. Él debe saber a estas alturas que él no es el tribuno popular necesario para llevar a su partido al poder. No tiene ni la estatura de un Apolo ni la lengua de un Netanyahu. Él nunca ha expresado una idea original ni ha liderado una protesta exitosa.
Por otra parte, el Partido Laborista nunca ha sobresalido en la oposición. Fue el partido que estuvo en el poder durante 45 años consecutivos, antes y después de la fundación del Estado. Como partido de oposición es lamentable, como también lo es “Buji” Herzog.
Unirse al gobierno de Netanyahu en unos meses sería ideal para Herzog. Nunca faltan pretextos ‒experimentamos, al menos una vez al mes, una emergencia nacional que demanda la Unidad Nacional. Una guerrita, problemas con la ONU, y cosas por el estilo. (Aunque John Kerry esta semana dio una entrevista a la televisión israelí que fue una obra maestra de abyecta autohumillación.)
Conseguir a Herzog no será fácil. El Partido Laborista no es un cuerpo monolítico. Muchos de sus funcionarios no admiran a Herzog, consideran a Bennett un fascista y a Netanyahu un mentiroso habitual y un tramposo. Pero es que los encantos del Gobierno son intensos: las sólidas sillas ministeriales son muy cómodas.
Mi apuesta: Netanyahu, el gran sobreviviente, sobrevivirá.