Es posible que nunca en mi vida logre escribir una página digna de ser citada por ningún peregrino que busque una puerta de salida a este intricado e inexplicable mundo en el que vivimos. Aun así y a sabiendas de este vano esfuerzo, muchos insistimos. Es a esto a lo que yo llamo vanidad de la escritura. Todos los que nos aventuramos, los que zarpamos en el mar de la literatura, somos conscientes de la inutilidad de este intento. La historia de la literatura se reduce a unos pocos textos fundamentales, lo demás son variaciones en torno a la misma melodía. Es difícil aceptar esta afirmación porque de hacerlo nos paralizaría, bloquearía nuestra infantil y vanidosa pretensión de ser inmortales, de perdurar más allá de nuestras cenizas. Es bueno comprender lo infructuoso de esta quimera, la inutilidad de esa idea persistente de escribir algo perdurable en el tiempo, de dejar algunas líneas originales, gemas nuevas dignas de forma parte de la historia de las letras.
No voy a descubrir nada nuevo al afirmar que la pasión es el motor que mueve al ser humano. Todos los conflictos posibles están movidos por ella. Desde el primer golpe dado por un hombre a otro hombre con la quijada de una vaca (hay quienes dicen que por envidia), pasando por el amor frustrado de dos jóvenes enamorados y su muerte trágica al no consumarse sus pasiones, la intervención de una vieja alcahueta, Celestina, las largas andanzas en desatino de un hombre a lomos de un rocín flaco y cansado por las llanuras de España, hasta la incansable trayectoria de un barco en alta mar conducido por Ulises, acechado por sirenas de dulce canto que pretenden conducirle a la muerte. En estas pocas líneas generales está contenida la esencia de la literatura universal y a través de ella se explica al ser humano en todas sus variantes. La descripción magistral de un hombre al llegar a una escuela de la Francia romántica, observar a un matrimonio hundirse en bovariana cotidianidad o que un misionero de la poesía trate entre "hojas de hierba" de sintetizar el universo, puede parecer un gesto trivial y plagado de la mayor insensatez, pero solo será así si se pierde de vista -por muchos incautos- que la única pretensión de dicho misionero norteamericano fue completar la labor iniciada por un ciego en la antigua Grecia. Esta es la razón y no otra por la que no es posible escribir una sola línea diferente a las ya escritas y que perdure en el tiempo. Nada que aporte algo nuevo, ni una sola línea por la que cualquier esfuerzo en este sentido tenga sentido en sí mismo, por muy pesimista que parezca esta afirmación.