Llevamos demasiado tiempo entre sicarios a peso por docena, reelección, sobornos, más sobornos, Odebrecht, Punta Catalina, capos, y más capos. Un congreso militarizado, y congresistas revolcándose por el suelo buscando comerse las golosinas podridas de la piñata estatal. Y como si fuera poco, cargamos también con la muerte de diez turistas norteamericanos. 

Ese aluvión de escándalos y sus lúgubres presagios – que en cualquier lugar del mundo civilizado habría tumbado al gobierno –  ha ido desvelando otra desgracia, una que se veía venir y cuyas consecuencias serán desastrosas: la debilidad  opositora. 

La solidez institucional y el desarrollo democrático necesitan del adecuado y continuo equilibrio entre el poder y la oposición. Una oposición débil es mala noticia para cualquier país democrático: el poder no siente el deber ni la urgencia de ofrecer explicaciones a nadie. Anda de su cuenta y se lleva todo por delante.   De ahí, que las organizaciones opositoras no pueden andarse con ambages ni melindres frente a un mal gobierno. La falta de energía y arrojo crítico terminan lastimando profundamente las democracias.  

Si en una crisis tan apabullante como la que sufrimos (donde queda claro el carácter criminal del partido en el poder y su desesperación por mantenerlo a cualquier costo), quienes aspiran a la presidencia se conforman con mandar a sus delfines a denunciar los delitos del gobierno, mientras ellos mantienen un confortable segundo plano, les resultará difícil ganarse la confianza del pueblo. Peor: levantarán sospechas. 

Esas declaraciones diplomáticas y aéreas, que demasiadas veces hacen los candidatos del PRM, no se corresponden con el diluvio de evidencia criminal que ellos y todo el país conoce. Esos líderes no están pidiendo la cabeza de nadie. Parecería como si intentaran estar bien con Dios y con el diablo, siguiendo esa vieja y fatídica costumbre chanchullera. Lucen presa de algún acuerdo, frenados por algún temor.

Públicamente se debate la posibilidad de que la cúpula de esa organización esté siendo condescendiente con el poder. Preocupa la frecuente parquedad discursiva del candidato Abinader, y las generalizaciones ambiguas del aspirante Hipólito Mejía. Esos comportamientos aterran a unos votantes que desean un cambio de mando político, y que tienen algunas esperanzas puestas en ellos. 

La única posibilidad que tenemos de desinfectar al país es derrotando en las urnas al  PLD. Para conseguir esa derrota, necesitamos líderes valientes, auténticos, sin ningún tipo de ataduras. No puede ser que sigan dirigiendo las protestas duras organizaciones comunitarias, líderes menores, periodistas, intelectuales, y ciudadanos independientes, mientras las cabezas del partido mayoritario se enfrascan en discursos vagos e imprecisos.

Carecer de un liderazgo opositor que no esté dispuesto a “tirarse a la calle del medio”, colocando el interés del país por encima de sus intereses personales, es una nueva desgracia. Y esa calamidad, contribuirá a llevarse de encuentro lo que vaya quedando de esta democracia violentada.

Y no es que no critiquen, ni protesten, ni dejen de hablar de institucionalidad, de justicia, de corrupción. Lo hacen. Pero siguiendo una postura conservadora en la que omiten nombres y apellidos, no desglosan públicamente con pelos y señales los expedientes del desfalco, ni llevan a nadie a los tribunales. No se les ve protestando en las calles por cuenta propia: uno asiste a la Marcha Verde, y el otro ni se presenta. Y es llamativo que ninguno se atreve a tomar en vano el nombre del Señor Danilo Medina. Al menos, así lo percibe la gente.