“Desde el Africa lejana,
me mandaron a buscar,
para cantarle a la jungla,
esto que van a escuchar.
Es un ritmo alegre y loco
que a todos mueve los pies,
el ritmo al que me reifero es de Oriza
y se llama Oriza Eh.”
Johnny Pacheco, y Celia Cruz,
LP Tremendo caché, (1975) el Abbey road de la salsa
En verdad, no es el falsete de los cantantes ingleses criados en Australia Barry, Robin y Maurice Gibb, lo que sigues cuando lo bailas. Es el manoteo de Ray Barretto golpeando su tumbadora. Tiene el percusionista la exacta rítmica matemática, viva dentro de esa canción, que atrapa tus pies y los mete dentro del hueco de su conga. No importa la edad que tengas, ni de donde vengas, cuando escuchas You should be dancing, las membranas de tu cuerpo se mueven con las del instrumento de percusión del estadounidense de origen boricua.
Es Raymundo Barretto Pagán (1929-2006), golpeando su conga con los veintisiete huesos de cada una de sus manos, pero amortizados con la suavidad de su piel, un eco virtuoso de nuestra identidad. Sus fuertes golpes sobre la tumbadora son la respuesta pacífica a las duras embestidas que sufrió el esclavo africano, que trajo hasta América ese canto seco y ahogado, salido de los árboles que dejó atrás. Sonaba solo en su corazón, ya que en su traslado, ningún equipaje le fue permitido, más que sus sentimientos, su música por dentro, su sabiduría lingüística, culinaria y otras grandes propiedades intelectuales.
La conga que hoy se repite en Barretto, sonaba dentro del alma del esclavo llegado a las Indias Occidentales, amarrado, humillado, acostado al fondo de una nao del tráfico legal de esclavos de la Era Colonial. En algún rato de asueto, de los pocos que tendría ese hombre sometido, reencontró en algún abandonado barril de vino europeo, el eco de la libertad perdida y su canto de previa alegría. El día que armó con materiales americanos y europeos el tambor que dejó en el África Subsahariana, y reconstruyó como un inventor renacentista, habrá visto de nuevo en su mente las sabanas pobladas por leones, elefantes y jirafas de su infancia.
La tumbadora de Barretto lo honra, como a toda nuestra afro-descendencia. Y así, en estrategia contrabandista internacional, como la fuerza de trabajo de nuestros ancestros, empezamos otro cross over, esta vez con previo consentimiento, basado en derechos intangibles propios y no para apoyar el enriquecimiento fundado en la explotación. A merced de John Travolta y los hermanos Gibb, sin que muchos, todavía en los años sesenta lo notaran, situación que cambiaría en las dos décadas siguientes, la salsa y con ella, todos los ritmos caribeños, emprendieron los primeros pasos de su globalización.
Hoy día, y desde que otro puertorriqueño, Ricky Martin, hiciera universal el baile caribeño en los años noventa, habitantes australes, del desarrollado Norte y el Extremo Oriente, son también un poco caribeños de corazón. El tema musical de la Era Disco referido, bailado por Travolta, quedó adjuntado a una película de culto que, además, resulta ser buena, dos cosas que no siempre coinciden. La escena de la película Saturday Night Fever (1977), donde el actor baila esa canción, es toda una estampa pop tan reconocible como una lata de sopa Campbell pintada por Andy Warhol. Para ellos, los habitantes de otras partes del mundo, la identidad caribeña es un traje o bien disfraz alegre, que toman prestado para celebrar a través de nuestro ritmos, la alegría de estar vivos. Sin embargo, en los años setenta, las divisiones geopolíticas entre países y culturas no eran solo mapas de colores en las paredes de nuestras escuelas donde niños y adolescentes estudiábamos. Las diferencias eran marcadas, y como se explica en el documental Yo soy la salsa, producido por mi apreciado amigo Andrés Vanderhorst, el ritmo antillano las derribó a todas.
Cuarenta años después, los ritmos de nuestras islas son nuestro primer documento de identidad y Vanderhorst viene a contarnos quien fue la autoridad musical, que nos emitió a todos, ese primer pasaporte visado. La conga de Ray Barretto fue una de las primeras aves migratorias volando a través de las ondas hertzianas. Se trasladó de la amplitud a la frecuencia modulada, sin pedir permiso, a los espacios reservados para austeros noticieros y para la música de los grandes maestros, transmitidos por La Voz de los Estados Unidos o los programas de la BBC, en las voces de locutores rigurosos, que mi papá sintonizaba todas las noches con la antena extendida desde la galería de nuestra vieja casa; entre otras, para repasar su inglés oral y hablar con soltura con sus jefes judíos que huyeron de la Europa Nazi a la soleada Miami, los hermanos Wolfson, propietarios de Wometco, una gran cadena de salas de cine. Repetía palabras, frases, dichas por los locutores, en lo que ellos presentaban sinfonías clásicas.
A un lado Bach, Mozart y Vivaldi, que ahí viene un boricua a quienes los Bee Gees tuvieron la fortuna de encontrar en algún antro de Nueva York, retumbando. De repente, Barretto se metió en las estaciones de onda corta de mi papá. ¿Qué estaba pasando? El mundo quería oírle. La banda sonora de Saturday Night Fever se convirtió en un fenómeno global que duró todo un año. La podías oír en un concho del transporte público, como en las emisoras ceremoniosas esas que mi papá escuchaba. Sin embargo, la división no era solo demarcada por mares, océanos, gobiernos militares, regímenes estrictos afectos a muros, costosos vuelos internacionales o el perfecto y puro desconocimiento del primer mundo respecto del tercero. Había otros linderos al seno de nuestras pequeñas y grandes sociedades de ese ayer, que alguien derribó, y ocurre que ese joven fue un dominicano.
La magnífica película documental Yo soy la salsa, producida por Vanderhorst, regresa al evento previo, al preciso instante en el cual la conga de Ray Barretto, palmeada con vigor en el LP de los Bee Gees, Children of the world (1976), era apenas una antojadiza onda expansiva. Un poco más abajo, donde los mares se vuelven cálidos, y otrora cruzaron barcos llenos de esclavos, otros niños de ese mismo mundo, descendientes de los primeros mencionados, iban llegando uno a uno a la Gran Manzana, con el equipaje musical heredado.
Vi una de esas detonaciones de cerca, una liberación repentina de energía ocasionada por la salsa, ritmo afro-antillano nacido entre San Juan, Santo Domingo y Nueva York. En la explosión que refiero, hasta cayó una puerta que abría la sala de cine más elegante y amplia de la ciudad de Santo Domingo, donde me encontraba muy cerca de una mina de alegría. Era la sala del Triple 3, unos años antes de que el tumbao de Ray Barretto, abrazado por los Bee Gees, volviera a los cines. El reventón ocurrió una noche, creo de 1974.
En la América insular, desde entonces sabíamos que el redoble que guía a los Bee Gees en You should be dancing era puro Caribe, y que Barretto, como otros músicos del arco antillano, se habían organizado en torno a un líder musical. Juntos, bajo su dirección, habían formado su propia revolución, un colectivo denominado Las Estrellas de Fania o Fania All-Stars. Residentes en el Caribe y en Nueva York, habíamos visto agigantarse poco a poco, o mucho a mucho, la onda expansiva que avanzaba con velocidad de barrio a barrio, de tocadiscos en tocadiscos, de una banda radial a otra. La salsa parecía hecha de energía nuclear. Su detonador fue un impresionante músico, compositor y arreglista nacido en Santiago de los Caballeros, un muchacho llamado Johnny Pacheco, protagonista de esa historia y del documental de Vanderhorst.
La puerta de la sala 3 del cine Triple fue empujada sin cesar, esa noche de 1974. Era una niña de 10 años, curioseando el jolgorio. Damas y caballeros encopetados, desde las antesalas de los cines Triple 1 y 2, se mostraban incómodos con la escena escandalosa que sucedía en la sala 3. Un mar de muchachos y muchachas se agolpaban llenos de euforia y en número superior a la capacidad del lobby. Distraída la memoria colectiva por otros recuerdos, Yo soy la salsa nos coloca de vuelta ante el fenómeno. La explosión cultural que este Robert Oppenheimer musical y cibaeño, como la de aquella noche en el Triple 3, produjo en incontables escenarios un hecho histórico que la película rescata oportunamente.
En una escena del documental, la cantante Adalgisa Pantaleón relata su recuerdo tan parecido al mío. Vi a muchachos y muchachas de la clase trabajadora, una muchedumbre salsera y feliz, hacer del complejo para exhibir películas, una gigantesca fiesta. En pleno cine Triple, cantaban, bailaban y como cuenta Adalgisa, llevaban sus instrumentos musicales y tocaban en vivo, la música de la Fania All-Stars, mientras se proyectaba un documental cinematográfico sobre el fenómeno de la salsa en Nueva York, y el gran concierto de los artistas de la legendaria casa disquera Fania, en Zaire, África, que los atrajo hasta esa sala de cine.
La primicia de las bondades de Yo Soy la Salsa la trajo a mi familia mi hermana Leticia, que la vio primero. Luego le seguí yo, para descubrirlas, y estoy segura las encontrarán mis demás hermanos: Guaroa, Amanda y Ángela, así como mis primos Pagán Mejía, Yépez Pagán y Pereyra Noboa, los Noboa Cornielle y muchos más. Hemos contado por whatssap a tantos viejos amigos y parientes, que por favor, no dejen de ver esta película. Y más importante aún, no dejen de obligar, si es preciso, a sus hijos acompañarles. Les decimos con una emoción tremenda que Andrés Vanderhorst tuvo a bien rescatar y re-editar ese eslabón perdido de nuestra infancia, y de la juventud de muchos caribeños, junto con escenas filmadas apenas meses atrás, en homenaje encantador a Johnny Pacheco.
La conjunción de ambas cintas en el documental, la de inicios de los setenta, misma que vi de niña y la reciente rodada para el documental, se ejecuta con delicado vaivén del tiempo. La comparo por la sutileza de sus transiciones, al manejo de Scorsese en George Harrison. Living in the material world (2011). Mis respetos para la editora de la película, Jahnna Jones. Gracias al guionista Enrique Soldevilla, la historia se concentra en dos grandes momentos de la vida de Pacheco; su hoy de hombre sabio y ese ayer espectacular de los días de la Fania. Como guion documental biográfico, una elección innovadora, arriesgada y eficaz.
De Pacheco queremos celebrar su extraordinaria producción musical. El documental no se entretiene en detalles que nos roben el precioso momento de sentarnos virtualmente junto al arrullo de Johnny, en la sala de su casa y en la antesala de la muerte de la que se burla, y estimo lejana, al oír sus sabias reflexiones contadas en primera persona, por ese ameno y a la vez profundo relator. La perfecta armonía de la filmación que nos lleva y trae, al hombre joven y el hombre adulto, en ambos casos el mismo gran genio musical y sensible ser humano, es rítmica y circular como las vueltas dadas por el que baila una salsa.
El esmero audiovisual de Samuel Vargas y Luichy Guzmán es notorio y está lleno de fineza artística y esmero técnico. El uso del decorado, en la casa de Pacheco, para acompañarle en su niñez y traerlo de nuevo a su días otoñales, a revivir con lucidez viejas locuras, cual Alfonso Quijano, me pareció al drama íntimo de la cinta The iron lady (2012) o quizás mejor, a los espacios emocionales que se abren en las películas del rey de los interiores, el venerado director Ingmard Bergman. Las transiciones entre las cintas rescatadas por Vanderhorst, y el documento audiovisual recientemente rodado por un elenco joven y un experimentado crew, se unen con gracia y fluidez.
¿Cómo no conmoverme al encontrar allí, vivo y esplendido, a Cheo Feliciano, integrado a esta producción, dando sus testimonios y cantando con su voz de seda el melodioso areito de Anacaona? La princesa taina saltó de mi librito amarillo de Historia dominicana de cuarto curso de primaria, a su voz en el tocadiscos de mi casa, compitiendo con la de mi querida señorita Matilde Nolasco, maestra de esa asignatura. Las escenas forman un dibujo curioso del tiempo. Así por ejemplo, nos permite disfrutar otra vez a un Ismael Miranda con su cara de muchachito y elogiar su voz intacta y juvenil, una burla curiosa al paso del tiempo, a los relojes.
O bien, a un Roberto Roena bailarín, en una toma donde se nos antoja joven y en instantes siguientes, llora agradecido con algunos años transcurridos reflejados en el rostro, pero con el alma de un niño, a su querido maestro Pacheco. El canto a la brevedad de la existencia, que provee la organización de las tomas, es todo un poema épico. La película nos reitera con tan buen gusto a través de sus imágenes, que la vida es un momento breve y el compartido por estos artistas del ritmo, ha sido maravilloso. El trabajo de edición y tratamiento del sonido cumplen su noble propósito: demostrar que los temas musicales compuestos y arreglados por Pacheco, para tantos cantantes caribeños, que van desde Willy Colón, Héctor Lavoe y Rubén Blades, no han envejecido un solo día; que esos intérpretes, los ya idos y los que sobreviven, sonarán siempre en nuestros oídos como muchachos de barrio llenos de sueños. Suenan a desenfado caribeño, a hermandad, a armonía.
Finalmente aquella noche de mi infancia, la puerta de la sala del Triple 3 se derrumbó. Me pregunto si mis hermanos y primos, recuerdan lo aparatoso que fue ese episodio. Dice mi hermano Guaroita que sí. La tumbaron los muchachos abarrotados, buscando ver a Pacheco y a la Fania en la gigantesca pantalla. Todo un escándalo, comentaban algunos señores desde las antesalas del Triple 1 y 2. Mi padre, a la sazón gerente de ese y otros conjuntos de salas de cines, no dijo nada, cuando todos esperábamos que se iba a enojar con ese perfecto desorden.
Por el contrario, no permitió que nada ni nadie interrumpiera el disfrute de los muchachos y muchachas viendo la película del concierto de la Fania dirigida por Pacheco. Esa es la misma emoción que vemos documentada en la producción de Vanderhorst, como magnífico documento socio-cultural, que no morirá con nuestros testimonios pasajeros. Sánchez y otros porteros del cine Triple levantaron la puerta y la pusieron a un lado. Desde el Triple 3, salía hacia los lobbies del tríptico teatro, el sonido indetenible que transportaba el talento musical de Pacheco y las Estrellas de Fania, quienes cantaban despreocupados en la pantalla Quítate tu, pa' ponerme yo, frase que la oposición política, en ese período electoral, con humor la hizo propia.
Los muchachos en la sala abarrotada de la sala del Triple 3, a coro le seguían, bailaban y como dice Adalgisa, interpretaban con instrumentos musicales, congas, maracas y tamboras, llevados sobre los hombros a la lujosa sala de cine. La puerta podía esperar, se repararía a la mañana siguiente para recibir a otra gran cantidad de muchachos, que venían a ver a Pacheco y a la Fania. Y así, por varios días y semanas. Más adelante, la sala de cine más elegante de la ciudad de Santo Domingo en 1974, volvería a exhibir cintas de Bergman, Coppola, Truffaut o Woody Allen, para deleite de la exquisita audiencia de nuestra pequeña y bien refinada burguesía cinéfila de los años setenta. Pero esa noche, y otras que siguieron, era de Pacheco, de la Fania, de la multitud de muchachos y muchachas que habían bajado al Malecón a verlos, en la cinta de su Woodstock tropical. No tengo palabras suficientemente generosas para destacar la importancia del rescate hecho por Vanderhorst, de esos increíbles audiovisuales de su película.
Ahora puedo entender la magnitud de la decisión, del gerente del cine, que resulta era mi padre, "don Guaroa, el de los cines de la Wometco", le decían, que no eran suyos, pero los cuidaba con esmero, de exhibir una película de la Fania en aquella sala, la más exquisita de la ciudad y no en otra de la periferia o parte alta de la ciudad, donde vivían muchos de esos muchachos. Así era mi papá, totalmente a su aire. Si podía, y los dueños de los cines no hacían reparos, hacía cosas como esa. Entendió necesario conceder el espacio del Triple 3, pese a que no se tenía, por los asiduos al Triple, como naturalmente de ellos, los chicos de la periferia provenientes de Villa Mella, San Carlos, Villa Juana, el Invi o Cancino.
Otra película más redituable, quizás un spaguetti western de vaquero Trinity o una comedia de Cantiflas sacarían a la Fania del Triple 3. Fin de las multitudes de muchachos y muchachas bailando salsa en medio del moderno complejo y preguntando ingenuos en el Candy bar si vendían haurache de caña y mirando extrañados el alto precio que valían los latigosos Sugar Daddy. Ellos, los fanáticos de la Fania, volverían a las esquinas de tenue alumbrado eléctrico a jugar baloncesto, a hablar de sus cosas, o a darse cuenta otra vez, de las que carecían. Pero el gozao, nadie se los quitaba. Con la alegría de la música de la Fania en el alma, el sonido Dolby del innovador teatro de Wometco, retumbaría en su memoria.
Pacheco era un embajador de una paz colorida, que invitaba a disfrutar la vida sin negación o afirmación divisoria. Era y es consenso respecto del grato placer de su talento musical y el de todos los músicos y cantantes de la Fania All-Stars. Si mi cabecita infantil entendió algo, fue que había orgullo en saberse caribeño como Pacheco. Mis hermanos y yo nos adueñamos de un LP doble que llegó de promoción con la película. Mi hermana Amandita escribió con su bonita letra de cajón, el nombre de cada artista de la Fania retratado en el álbum de doble cara que traía la imagen de un gran concierto, para que supiéramos quien era quien, razón por la que todavía los recuerdo por su nombre a cada uno. El álbum incluía las canciones que suenan en Yo soy la salsa y que mucho nos gustaba cantar mientras jugábamos, tales como, Que cante mi gente o Che che colé. Gracias a mis queridas primas Blanquita y Ketty, aprendí también a bailarlas. Mientras mi tío Guillermo, más clásico, las ponía en su consola donde íbamos los sábados a visitar y a que mi querida tía Ulle nos preparar sus ricos panes de agua tostados de desayuno, y como todo niño crecido en los años setenta caribeños, bailar esas canciones desde que el día amanece en pijamas, era parte del juego junto a mis primos Guille y Guillo.
Al cine fui a ver la película de Vanderhorst, con mi querido amigo y talentoso actor y productor Antonio Melenciano, en una visita rápida que hice a Santo Domingo ya viviendo aquí en México. Fue escape afortunado de la apretada agenda laboral de esas visitas. Juntos, cantamos y admiramos el trabajo realizado y dirigido por Manuel Villalona, como dos muchachitos. Comentamos cada uno de los detalles acertados de la producción: el diseño, la caracterización, el vestuario, el sonido, la colorización y los movimientos de cámara. Nos faltó poco a mi querido Antonio y a mí, para pararnos a bailar como aquellos muchachos y muchachas del Triple 3.
Gran ironía de la vida que la salsa perdiera espacios en Santo Domingo justo cuando se encuentra en todas partes expandida. Confieso que yo misma había olvidado todo acerca de Pacheco, la Fania o los primeros temas que conocí de Celia Cruz a inicios de los setenta, tales como, Quimbara, No Aguanto Más u Oriza Eh; cuando en el año 2000, estando muy lejos de casa, en Estocolmo, Suecia, vi a personas de todos partes del mundo, en esa capital europea donde me encontraba, rusos, griegos, kurdos, palestinos, bailar las canciones de Celia y quizás solo yo allí sabía, que muchas de ellas las había escrito un dominicano. Recuerdo que se lo conté a mi querido compañero de estudios colombiano, David "el sardino" Montealegre, que se las sabía todas, pero desconocía el dato.
No sabía que Pacheco estaba vivo y además muerto de la risa, hacienda cuentos a sus amigos en la sala de su casa, como se disfruta en el documental. Ganas de ir a sentarme a su lado me quedaron. Creo que ya Andrés se ha dado cuenta lo que ha hecho, porque serán muchos los que como quien escribe, elogiará su trabajo. Hace un par de días, el Día de los Muertos me sorprendió en México. Entre los disfraces favoritos, niños y adultos recuerdan figuras simbólicas de la cultura popular mexicana, tales como Cantinflas, Blue Demon o Jorge Negrete. ¿Por que no invitamos a los niños de las escuelas en el carnaval dominicano a vestirse como Celia y Johnny y sus amigos de la Fania All Stars? Que bonito sería un concurso de comparsas de escuelas, para elegir la que interprete mejor aquellas canciones escritas por el dominicano, a todos sus amigos de la Fania. Gracias Andrés, por el regalo de un valioso documento. Tu gratitud a esa gloria nacida en los Pepines de Santiago, la excelencia del trabajo artístico y técnico de tu equipo, así como la entrega con que has asumido esta misión, llenan de esperanza.
El cuento en rotación y traslación arriba contado, proviene de un texto originalmente escrito y publicado en Facebook para Andrés, la madrugada de la noche que vi la película hace un par de años. Luego me contó que se lo pasó a Pacheco, gesto que agradezco. Si lee esta versión, le mando como aquella vez, otro gran abrazo y solo que esta vez incluyo un besito sonao, ¿Por qué no? No dormí de la emoción escribiéndola la primera y tengo una semana bailando salsa en la cocina de mi casa, al editar esta versión ampliada. Será porque entre otras cosas, Andrés y Johnny me hicieron recordar la clase de hombre que fue mi papá.
Cuando combinaba para Acento los hipervínculos insertados en el artículo para que bailen conmigo al leer, me encontré, entre otros, con este video en que vemos a Celia y a Johnny cantar y bailar Quimbara al público en Zaire y me senté a ver completo el que llaman el Woodstock del sur. Lei en Twiter que era el natalicio de Celia. "Japi" BD eterno Celia, my English is not very good looking either. Antes que a Bob Geldof se le ocurriera cantar para África en 1985, a estos caribeños se le ocurrió algo mejor una década atrás, cantar allá con ellos. Y ahí, desde el África lejana, de donde los mandaron a buscar, la cara impagable de los niños africanos sonriendo y cantando igualito que yo cuando tenía ese mismo tamaño, me devolvió toda esperanza de paz, que tantas veces se nos esfuma y todo gracias a Johnny Pacheco.
Para Andrés, para Elka, y por mucho cariño, para Johnny.