El lanzamiento del Sputnik en 1957 se interpretó como evidencia de que la URSS estaba superando a Estados Unidos en la carrera espacial porque tenía mejores ingenieros y científicos, formados con una educación más exigente en matemáticas y ciencias. Como no hubo avances en el aprendizaje, en 1981 el secretario de Educación T.H. Bell creó la “Comisión Nacional de Excelencia en Educación” preocupado por “la percepción pública generalizada de que algo es gravemente negligente en nuestro sistema educativo”. La Comisión publicó un informe en abril 1983 bajo el nombre que sirve de título a este escrito. Así se inició el “Movimiento de estándares educativos” partiendo del hecho de que “Si una potencia extranjera hostil hubiera intentado imponer a Estados Unidos el desempeño educativo mediocre que existe hoy, bien podríamos haberlo visto como un acto de guerra”.
Hubo alarmas ante el avance de Japón, Alemania y Sudcorea planteándose que “La historia no es amable con los holgazanes”. Hace unos cuarenta años, el riesgo de que Estados Unidos perdiera el liderazgo mundial se puso de manifiesto en los siguientes indicadores: “En 19 pruebas académicas completadas hace una década los estudiantes estadounidenses nunca fueron primeros o segundos”. En esa época “Unos 23 millones de adultos estadounidenses.” eran “… analfabetos funcionales según las pruebas más simples de lectura, escritura y comprensión cotidianas” y, además, “Alrededor del 13 por ciento de todos los jóvenes de 17 años en los Estados Unidos…” podían “… considerarse funcionalmente analfabetos”. El hallazgo más trágico fue que: “El rendimiento promedio de los estudiantes de secundaria en la mayoría de las pruebas estandarizadas…” era “… ahora más bajo que hace 26 años cuando se lanzó el Sputnik”.
En la “Cumbre Educativa de Charlottesville” de 1986 los gobernadores de todos los estados establecieron como meta que en el 2000 los alumnos americanos “serían los primeros del mundo, terminando los grados 4°, 8° y 12° con altos niveles de competencia en temas exigentes de inglés, matemáticas, ciencias, historia y geografía”.
Los americanos pretendían ser los primeros en el 2000 y no lo lograron. Aquí, y ahora, las cosas son diferentes. Los dominicanos no pretendemos, ni remotamente, ser los primeros, sino que, amargamente, debemos hacer esfuerzos inmediatos para, inicialmente, dejar de ser los últimos, tal como ocurrió en 2015 y 2018 en las evaluaciones PISA. Como “premio de consolación” en 2018 quedamos en penúltimo lugar en lectura, con puntuación de 342, prácticamente empatados en el sótano con Filipinas, con puntuación 340. En matemáticas y en ciencias nadie nos disputó el humillante último lugar.
Esa tragedia ocurrió a contrapelo de una supuesta “Revolución Educativa” cuyos pregoneros, sin rubor, se muestran orgullosos del desastre que catapultaron y que sólo podrá superarse gradualmente, en múltiples generaciones futuras, con un esfuerzo solidario de toda la nación, durante varias décadas. Los maestros merecen compensaciones cada vez mejores, pero, a pesar de que el 4% sirvió para subir sueldos, aspirantes a educadores también “se quemaron” en las evaluaciones, al igual que los educandos.
El nivel mínimo de competencia exigido resultó ser el nivel máximo alcanzado tan solo por una ínfima proporción de quienes pretendían ser maestros. Las presentes y futuras generaciones deben hacer conciencia de que superar el lastre de la mala educación tramada en recientes lustros, es tan trascendente como el manejo diestro de la relación dominico-haitiana. Ministros que condenaron a varias generaciones con lamentables niveles de aprendizaje desperdiciaron fondos educativos para promover sus insólitos intentos de ser presidentes de todos nosotros.