En cualquier actividad creativa la inspiración, ese soplo caprichoso de procedencia desconocida e incierta dirección, es la responsable de que sin premeditación alguna un detalle irrelevante o una banal situación adquieran de improviso una especial connotación, y sirvan de convocatoria para escribir sobre algo o alguien cuyo recuerdo hubiera por siempre permanecido en los archivos de la memoria.
En los días terminales del pasado año me enteré que para honrar al artista plástico Federico Izquierdo la gran sala del primer piso del antiguo Palacio Consistorial de Santiago había sido bautizada con su nombre, y el hecho de que por largas décadas se sentara en solitario en un banco del parque situado a escasos metros de ese emblemático inmueble, hizo que su figura me inspirara este trabajo.
Por no conocer con su suficiencia sus obras; por no observarlo jamás arrebatado por un rapto artístico cuando pintaba, ni nunca preguntarle sobre su dedicación a la pintura, este articulo solo rozará tangencialmente su producción pictórica pretendiendo en su defecto convertirse en un ejercicio de valoración y estudio de las actitudes y posturas corporales que él asumía frente a los demás.
Fue mi profesor de Dibujo en el año 1957 en el Liceo secundario Ulises Francisco Espaillat y, tiempo después, de Pintura y Perspectiva, en la Escuela de Bellas Artes, situada en aquel entonces en la llamada Junta de los Dos Caminos, distinguiéndose en ambos magisterios por la elegancia de su estilo, su peculiar forma de enseñar y la posesión de firmes y extensos conocimientos en su profesión.
Ya en plena senectud la chacabana blanca tomó el relevo de la chaqueta gris; la corbata o la pajarita fueron puestas en retiro; como todos aquellos que pretenden ganarle el pulso al tiempo, se teñía el pelo y hasta el bigote
Al ser propietario de una delicada sensibilidad usaba la barra de tiza como si de un pincel o carboncillo se tratara, y sus desplazamientos cuando se alejaba de la pizarra para apreciar los trazos dibujados en ella o cuando se acercaba de nuevo pero ahora de frente a sus alumnos para hacerles las debidas explicaciones, era toda una coreografía que hubieran envidiado los maestros del ballet Marius Petipa y George Balanchine.
Sus estilizadas maneras y fronterizos modales en ocasiones despertaban burlas y bromas de mal gusto en su alumnado –de la UFE, nunca en Bellas Artes- sobre todo cuando daba la espalda a los estudiantes, pero su reacción fue siempre de una total y olímpica indiferencia hacia los provocadores quienes esperaban quizás la exclamación de un exabrupto o la exteriorización de un disgusto.
Si sus ademanes y gesticulaciones también eran elementos protagónicos en su didáctica, su voz grave y nasalizada era un componente nada desdeñable en su pedagogía, haciendo un original énfasis al expresar la ene final cuando en una palabra estaba precedida por la letra O –como en resbalón, corrupción, patrón-, que parecía quedar retenida entre los pelos de su bigote y los de su nariz.
Todo lo dicho hasta ahora sólo tiene un valor introductorio, no aspira ser siquiera un intento de descripción del individuo, constituyendo lo que viene a continuación el verdadero y real motivo por el que la imagen de este artista que murió centenario –Guaraguanó 1904, Santiago 2004- cautivó mi imaginación una fría mañana santiaguera al abandonar su sala homónima en el Palacio Consistorial.
Impecablemente vestido con saco y corbata, tocado con sombrero y portando zapatos recién lustrados, durante muchísimos años se sentó en solitario en un banco del parque Duarte de espaldas al edificio ocupado en aquel tiempo por la Gobernación, recordando el rigor de su indumentaria a los dandys ingleses del siglo XIX o a los austeros personajes de las novelas del gran escritor canario Benito Pérez Galdós.
Cruzaba sus piernas con absoluta indolencia, apenas miraba hacia los lados y respondía con su amabilidad característica a quienes les saludaban, pasándose horas muertas en esta actitud hasta que la inminencia de la noche hacía que abandonara el recinto, y como un halcón peregrino se dirigía a su casa que en ese entonces estaba ubicada en la vecindad de la mansión de Trujillo en la calle Restauración.
Por lo general se le veía desvalido, vulnerable, como un exiliado interior, y aunque la marginalidad es el denominador común de los artistas cuando son verdaderos –como era su caso- su aislamiento estaba además justificado por la desgracia de haber enviudado y perdido a destiempo el único hijo procreado, que como sabemos, representan los soportes más firmes para que nuestra existencia no tenga por tenaz compañía la soledad.
No obstante las panegiristas de su crecimiento económico y poderío regional, Santiago es aun en muchos aspectos parroquial, recoleto, no cosmopolita, constituyendo un espacio poco favorable al desarrollo de las vocaciones artísticas, y aquellos que forzosa o voluntariamente permanecen por siempre dentro de sus límites, con dificultad pueden alzar vuelo porque el escaso viento impide el despliegue de sus alas.
Se podría suponer que la asfixiante rutina cotidiana y en particular la falta de horizontes, convirtieran el alma de Federico en el domicilio de angustias existenciales o depresiones crónicas, pero al parecer las metabolizaba muy bien ya que el buen humor y la proverbial gentileza que les identificaban, eran demostraciones evidentes de que las referidas pesadumbres no se habían aposentado en su carácter intimista.
En los años ochenta del pasado siglo y con ochenta años ya cumplidos, le abordé en su banco tradicional preguntándole las causas probables de la caída del imperio romano, y luego de un espeso silencio me respondió: la corrupción, tardando un tiempo que me pareció inmenso la pronunciación de la última sílaba de este calificativo, al gozar de su predilección la utilización de palabras que terminaran con estas dos letras.
Ya en plena senectud la chacabana blanca tomó el relevo de la chaqueta gris; la corbata o la pajarita fueron puestas en retiro; como todos aquellos que pretenden ganarle el pulso al tiempo, se teñía el pelo y hasta el bigote; cuando la calvicie hizo inútil este esfuerzo cosmético la boina reemplazó al sombrero, y para resguardarse de la intemperie su banco del parque fue relevado por una silla en el interior de la antigua sede de “Amantes de la Luz”.
Sus temas pictóricos fueron de típica raigambre cibaeña –“Los rosarios”, “Las lavanderas”, “El gallero” y “El merengue” entre otros- de los cuales se conocen varias versiones muy bien cotizadas en los actuales momentos, y como un testimonio de su retraimiento nunca hizo una exposición individual –todas fueron colectivas- existiendo en la centenaria institución antes mencionada muchos retratos de su autoría para el disfrute de su admiradores.
Soy de opinión que como individuo este profesor ha sido uno de los ejemplos mejor logrados de cómo aprender a vivir en la pluralidad salvaguardando la individualidad; de que lo soñado y lo imaginado son tan válidos como lo realizado, y que aquel que tiene por misión la expresión de lo bello es un hombre superior, sin importar las pequeñas miserias que puedan afectar su vida intelectual.
En el conocido barrio El Chiado de Lisboa hay una estatua en bronce del poeta Fernando Pessoa sentado en un banco con las piernas cruzadas frente a la célebre cafetería “A Brasileira” que acostumbraba a visitar; frente a la casa natal de Cervantes en Alcalá de Henares, hay una reproducción de Don Quijote y Sancho sentados también en un banco, y hace poco tiempo se inauguró en La Habana una estatua del beatle John Lennon en igual postura.
No considero un desatino hacer algo similar para honrar a Izquierdo, sea dentro de “Amantes de la luz” o en pleno parque Duarte –a pesar del vandalismo-, y en el caso de levantarla en este último lugar extrañaríamos algo hoy desaparecido: el olor a orina de los caballos de tiro de los coches ya ausentes en la zona y el de los frutos blancos de los avellanos criollos, aunque tendríamos en compensación el aun presente del betún y el líquido de los limpiabotas, y el de las negras vainas del gran samán.
pjotajimenez@yahoo.es