El coronavirus nos autodescubre y reafirma una verdad: el mundo no nos pertenece, como tampoco somos imprescindibles para la naturaleza. Hemos redescubierto cómo se experimenta la soledad de la muerte, el abandono pleno y absoluto de nuestra corporeidad en el dolor y la enfermedad; cómo frente al infinito somos nada (Pascal) y a la vez llevamos con nosotros la fuerza cósmica y primigenia escondida del universo.

Pero esa fuerza cósmica se nos revela al contemplarnos en las demás personas, la propia naturaleza y en nuestra finitud, al descubrir casi congelados cómo un enemigo pequeño e invisible nos coloca frente al espejo de la muerte o la enfermedad. La emergencia de un minúsculo organismo viral ha puesto en tensión un punto central de naturaleza existencial para la humanidad: ¿cuál es el valor que tiene la vida frente a la acumulación de bienes materiales? ¿La economía está sujeta a la vida o la vida sujeta a la economía? ¿O existe una relación simbiótica entre vida y economía?

En ese sentido, el coronavirus nos devela la relación de dependencia entre los seres humanos y el predominio autónomo de la naturaleza, por encima de nuestras capacidades tecnológicas, científicas, económicas, militares, los poderes políticos y todos los demás poderes fácticos. Estamos obligados a cuidarnos de manera personal, a la naturaleza y a los demás, aunque sea un desconocido. Es el momento de la cooperación, no de la competencia.  Hemos redescubierto que todos y todas estamos en una misma arca, en la cual podemos perecer o sobrevivir.

Se reafirma que somos un nudo de relaciones sociales que trasciende el carácter gregario del ser humano. Que estamos en construcción permanente, muriendo y renaciendo cotidianamente. Que este renacer puede venir de lo inexplorable, de lo simple y lo pequeño, no de lo grandioso ni lo imperial que atrapa nuestras expectativas y aspiraciones. Para un ser gregario y movido por la sociabilidad, como los humanos, la soledad es irresistible, el confinamiento, la ausencia del encuentro, del abrazo, de la dimensión lúdica de la vida.

El ser humano para satisfacer sus necesidades demanda de las demás personas, por eso somos más que gregarios, somos seres que necesitamos de la sociabilidad. Esto nos lleva a trascender la animalidad. La sociabilidad implica no sólo reunirse y encontrarse grupalmente con los de nuestra misma especie, sino que se fundamenta en la tendencia a comunicarnos. La gente necesita comunicarse y no basta la tecnología. Necesita de la comunicación oral, la relación cara a cara, necesitamos de la reciprocidad vivida en el contacto físico o corporal. Estos son principios básicos de la hominización.

La vida social está escrita en la memoria genética del humano.  Por eso, no nos deben sorprender las irrupciones de masas que se generan en diferentes países al salir a las calles desafiando lo normativo, los controles, los riesgos de enfermar y morir. Jamás lo tecnológico podrá desplazar el calor humano y las emociones que se generan al estar juntos en espacios rituales y festivos, los apretones de manos, los besos en la mejilla, el canto a coro, la palmadita en la espalda, el susurro.

Asimismo, en los barrios de países como los latinoamericanos, las calles y las aceras son la extensión del espacio familiar. Por eso, de manera natural los pobladores barriales se desbordan rompiendo el aislamiento social porque en su imaginario, reunirse en las calles y las aceras, sin salir para otros barrios, es parte del mismo aislamiento. Además, la sobrepoblación en el espacio urbano, caracterizado por la vida de pobreza, obliga a salir del encerramiento familiar porque “no hay camas para tanta gente”.

Por otro lado, la relación indisoluble entre autonomía y dependencia como parte sustancial a la libertad es una fuerza que mueve a los seres humanos hacia lo peligrosamente tolerable. El ser humano nació para ser libre. La ausencia de controles nos cautiva y nos conduce a olvidar el condicionamiento histórico de la dependencia frente a los demás y la propia naturaleza. Salir a la calle es una manera de demostrar que somos libres, por encima de la responsabilidad ciudadana y el cuidado de sí mismo y los demás. Pero ese ejercicio de la libertad está condicionado por el medio ambiente, la cultura, el entorno social en el que nos movemos. De ahí la necesidad del Estado para moldear esa caminata por el mundo de la libertad y evitar que nuestras acciones se traduzcan en daños para los demás, pero sobre todo en ingobernabilidad y falta de compromiso ciudadano.

Las sociedades que logran en sus ciudadanos y ciudadanas capacidad para la autoorganización, combinado con la capacidad movilizadora, de persuasión y control del Estado, son las que pueden gestionar con mayor éxito momentos de crisis como una pandemia. En cambio, las sociedades de bajos niveles de autoorganización ciudadana y con Estados institucionalmente frágiles o con liderazgos políticamente débiles son las que sufren los impactos más severos. La autonomía y la libertad sin organización tiende a que se imponga el homo demens por encima del homo sapiens.   

Esto así, porque en nuestra identidad humana, somos una combinación de fuerzas contradictorias, dado que “antropológicamente somos al mismo tiempo sapiens y demens, gente de inteligencia y lucidez y junto a esto, gente de rudeza y violencia. Somos la convergencia de las oposiciones” (Leonardo  Boff, 2020). Es así como nos movemos contradictoriamente hacia el egoísmo y la solidaridad. Salimos a la calle sin importar el efecto de nuestra imprudencia, pero a la vez cuidamos y protegemos a quien está en condición de vulnerabilidad.  Como plantea Nietzsche, somos la presencia simultánea de lo apolíneo (la belleza, lo armónico, lo estético) y lo dionisíaco (lo extravagante, bacanal, burlesco).

Enfrentar el coronavirus implica ir en contra de la fuerza demens que a veces nos empuja y dejarnos llevar por la bondad, la prudencia, la solidaridad, lo sobrio, el cuidado, el respeto e incluso por la obediencia. Las dimensiones sombrías de la naturaleza humana no nos ayudan. Son las dimensiones de la naturaleza luminosa las que nos pueden aproximar a cruzar la oscuridad de este túnel transitorio que nos ha tocado vivir en pleno siglo XXI.

Con la globalización y el proceso de urbanización intensiva y extensiva que se ha dado en las últimas cinco décadas, el ser humano parece haber encontrado la combinación perfecta entre el sedentarismo y el nomadismo. En efecto, a pesar del sedentarismo fortalecido por la vida urbana, los seres humanos vivimos una intensa movilidad territorial en el mundo entero. Como dice la canción Gente Sola de Pedro Guerra “Hay gente en la cola de todos los cines, gente que llora, gente que ríe, gente que sube y que baja de un coche, gente en el rastro y en los ascensores, gente en la guagua, en el metro, en la lluvia, en un árbol, gente en la cuesta…gente durmiendo en el borde del río, gente en los parques, gente en los libros, gente esperando en los bancos de todas las plazas… gente que busca a otra gente en la misma ciudad, pero qué sola está…”

La globalización, los movimientos migratorios, la movilidad acelerada de la vida urbana, le ha puesto velocidad de propagación al coronavirus. Por tanto, para poder controlar su expansión hay que restringir la circulación humana y esto sólo se logra afectando la vida económica y la movilidad del mundo urbano como medida excepcional en un tiempo excepcional. Por eso, es comprensible que en sociedades de economías precarias y predominio del informalismo hemos de esperar que se genere un conflicto de naturaleza social y biológica como lo es la necesidad de sobrevivir al virus y la búsqueda de alimentos. Mientras en sociedades como la estadounidense la fuerza de la sobrevivencia es empujada por la estabilidad del empleo. En ambas condiciones, existe un motor único y primario en el humano: la necesidad de sobrevivir.

El pánico y el miedo están asociados al dolor, la enfermedad y la muerte. Por tanto, no hemos de extrañarnos que haya mucha gente dominada por el pánico, el cual se amplía con el exceso y la difusión rápida de información y de desinformación. Las noticias negativas y el miedo se riegan como las hierbas malas. Nos volvemos irracionales, pasionales y miedosos cuando lo banal se convierte en “aparente verdad”. Adicional a ello, la inestabilidad e inseguridad económica y financiera son generadoras de miedo y pánico, porque en su raíz está la necesidad del ser humano de sobrevivir. En el caso de la clase media, es terrorífico ver un retroceso en su movilidad social y contemplarse en la parte baja de la pirámide. En ese contexto de incertidumbre, los mejores lugares para combatir el miedo y el pánico son las calles y las plazas. El encerramiento lo incrementa.

Finalmente, el ser humano es ritualidad. Necesita tocar y ser tocado, conversar, reunirse, reír, cantar, danzar, requiere de espacios lúdicos como las fiestas y los deportes, interactuar en comunidades religiosas movidos por una misma fe y esperanza. Somos conexión sistémica, no accidental. Lo accidental es la soledad, no la sociabilidad.  Cuando sucede lo contrario surge la depresión, la debilidad física y corporal, las miradas se nublan, aparecen dolores intensos de cabeza, baja la protección inmunológica. El estilo de vida impuesto por el coronavirus es la negación de nosotros mismos, es contranatura.

Sin embargo, la capacidad de adaptación a los cambios ambientales, el poder que genera el equilibrio homeostático y los procesos de retroalimentación, el control y la resiliencia son fuerzas impulsoras impresionantes en los seres humanos. De ahí que en espacios limitados como el hogar pueden surgir oportunidades para la creatividad y la reinvención.

Por eso, al margen de los factores antropológicos y filosóficos que pueden estar implícitos o explícitos en el comportamiento de los ciudadanos y ciudadanas de los países afectados por la pandemia del coronavirus, hay imperativos éticos y urge un cambio de conducta. Estamos frente a un dilema: o decidimos que haya un predominio de la vida sobre la economía o de la economía sobre la vida. Este nudo se rompe teniendo conciencia de que las economías se recomponen y recuperan, la vida no. Pero este llamado debe estar acompañado de la voluntad coordinada de los gobiernos y los grupos claves de la sociedad para generar condiciones que favorezcan a las personas que se encuentran económicamente a la orilla del camino. El compromiso ciudadano es a la renuncia consciente y transitoria al derecho de ser plenamente libre y autónomo.