LONDRES – Nací en 1944 y crecí en un mundo moldeado en gran medida – y bastante bien – por Estados Unidos. El orden de posguerra estableció instituciones, normas mundiales y una alianza de sociedades libres que nos permitió, a la mayoría, prosperar en paz.
Hubo errores, por supuesto, un claro ejemplo fue la guerra de Vietnam. Sin embargo, a pesar de algunos errores estratégicos, a las sociedades abiertas del mundo les fue bien y por lo general respetaron los principios que habían establecido. A través de lo que Joseph S. Nye, Jr., de la Universidad de Harvard, llama «poder suave», Estados Unidos sistemáticamente ganó las discusiones en favor del Estado de derecho y la democracia liberal. Cuando la gente puede elegir libremente, la mayoría prefiere estos valores a las alternativas.
Pensaba en esta digna tradición mientras miraba las audiencias del Senado estadounidense para confirmar a Amy Coney Barret como miembro de la Corte Suprema. Mientras escuchaba el evento, me encontré pensando que, más allá de nuestros fracasos en Gran Bretaña (tenemos muchos… y la cantidad se disparó con Boris Johnson como primer ministro), al menos no necesitamos conocer las opiniones políticas de nuestros jueces. ¿Está el presidente de la Corte Suprema del RU a favor del matrimonio gay o de la protección del acceso al aborto? A nadie se le ocurriría exigir una respuesta a esas preguntas antes de decidir si un candidato judicial está cualificado.
No tengo motivos para dudar de las capacidades de Barrett. Como yo, es católica, lo que no debiera significar un impedimento; sin embargo, tengo considerables dudas sobre su filosofía judicial y la forma particular de su nombramiento (y en esto último, ella debiera estar de acuerdo). En cuanto a la jurisprudencia, Barret es discípula del fallecido juez de la Corte Suprema Antonin Scalia, lo que significa que es una «originalista», que procura aplicar la ley a través de los ojos de quienes redactaron la constitución estadounidense hace más de 230 años.
Las implicaciones en el mundo real del originalismo fueron especialmente duras en un caso que trató la Corte Suprema de EE. UU. el año pasado. Un asesino condenado, Russell Bucklew, había cuestionado el método con el cual el estado de Misuri lo ejecutaría. Sufría una rara enfermedad que había hecho estragos en su cuerpo con tumores llenos de sangre y los médicos advirtieron que una de las drogas de la mezcla de la inyección letal podría causar que estallaran y se ahogara en su propia sangre.
Esto no ocurrió cuando Bucklew fue ejecutado, pero el peligro estaba presente cuando la Corte Suprema consideró su apelación. Sus abogados solicitaron que se le aplicara la pena de muerte con otro método, argumentando que, en el caso de su cliente, el método propuesto podía violar la Octava Enmienda y su prohibición de «un castigo cruel e inusual». Cuando la mayoría conservadora de la Corte rechazó su apelación, afirmó que quienes redactaron la enmienda en 1791 tenían en mente castigos como el destripamiento y al desmembramiento, o la quema en la hoguera.
No importa que en 1958 Earl Warren, por entonces juez de la Corte Suprema, haya argumentado que la Octava Enmienda «debe interpretarse según las normas de decencia en evolución que señalan los avances de una sociedad cada vez más madura». Como Barrett se sumará a un tribunal que ya es en su mayoría católico, tal vez ella y sus colegas deban reflexionar no solo sobre las palabras de Warren, sino también sobre las de San John Henry Newman, quien fue canonizado el año pasado: «Vivir es cambiar y ser perfecto es haber cambiado a menudo».
En todo caso, no son tanto las opiniones legales de Barrett las que debieran preocupar a quienes creen en el Estado del derecho y su lugar central en una sociedad abierta. El problema, más bien, es que Barrett está siendo nombrada en la Corte de una manera que socavará su integridad. La Corte corre un grave riesgo de que el «dinero oscuro» la corroa, algo que fue detallado durante las audiencias de confirmación de Sheldon Whitehouse, un demócrata de Rhode Island.
Como todos los candidatos judiciales del presidente Donald Trump, Barrett fue seleccionada por la Sociedad Federalista, una organización conservadora que solo existe para cubrir puestos federales con «originalistas» de ideas afines. El grupo cuenta con un fuerte financiamiento privado y corporativo y, por lo tanto, casi con seguridad promueve intereses privados y corporativos específicos (sus miembros suelen oponerse a las normas de protección ambiental, por dar un ejemplo).
El «dinero oscuro» puede desempeñar un papel tan prominente en el proceso político estadounidense en parte debido a la infausta decisión en 2010 del caso Ciudadanos Unidos vs. Comisión Electoral Federal (FEC): la mayoría conservadora de la Corte Suprema decidió que las normas que limitan las donaciones políticas infringen el derecho a la libertad de expresión de la Primera Enmienda. Los grupos de presión y de interés acaudalados han disfrutado épocas de bonanza desde entonces. Por otra parte, desde que Trump asumió, tanto él como sus compañeros republicanos en el Senado colmaron los tribunales federales con más de 200 jueces conservadores. (Vale la pena notar que entre quienes fueron elegidos para los tribunales de apelación ni siquiera uno es negro).
¿Qué tipo de democracia liberal comprometida con el Estado de derecho permite ese tipo de corrupción flagrante en los nombramientos judiciales, y en el sistema político en términos más generales? Desde la mala fe partidista hasta el torrente de dinero secreto que garantiza influencias indebidas, Estados Unidos adoptó las prácticas habituales de un país bananero.
Esto no es para poner en tela de juicio la integridad de Barrett, pero, seguramente, ella sabe que Trump no lo hubiera nombrado a menos que confiara en que lo ayudará a derogar la legislación emblemática sobre atención sanitaria del expresidente Barack Obama. Después de todo hay registro de sus críticas al juez de la Corte Suprema John Roberts, porque no logró desmantelar esa ley en una ocasión previa.
Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado, que atacó la reputación estadounidense de normas democráticas y política consensuada con una bola de demolición, dejó todo de lado para meter presión a favor de la nominación de Barrett antes de las elecciones del 3 de noviembre. Es posible que sospeche que Trump va a perder y no quiere que el nombramiento se vea menos legítimo aun de lo que es ahora.
McConnell, por supuesto, es quien se negó incluso a convocar las audiencias para que el candidato de Obama cubriera el cargo que Scalia dejó vacante cuando murió a principios de 2016, 269 días antes del cambio de gobierno. La presencia de Barrett en la judicatura estará inevitablemente manchada por la hipocresía y las artimañas que la llevaron allí.
Para que una democracia sobreviva, prospere y fije un ejemplo valioso para los demás, debe ser liderada por hombres y mujeres íntegros y honestos, la empalagosa casuística de McConnell representa precisamente lo opuesto. Lo que ocurre en la Corte Suprema en vísperas de la elección está manchando trágicamente el compromiso estadounidense con el Estado de derecho.
Traducción al español por Ant-Translation