La brisa primaveral acariciaba los rostros aquella mañana de mayo. Era sábado y desde temprano las calles de Manhattan cobraban actividad. Los oblicuos rayos de un luminoso sol avivaban los colores. Una oculta alegría parecía brotar de algún lugar en los rostros adustos de los apresurados transeúntes.

El sonido de los cláxones y los chirridos de los autobuses al frenar en una parada, ahogaban el débil eco de la risa de la muchacha correteando en la plaza cercana. Un anciano harapiento consolaba su soledad contando las monedas que la escasa caridad humana, en aquella gigantesca ciudad de mármol y concreto, había esparcido en su viejo y carcomido sombrero de fieltro, recuerdo quizás de un próspero pasado.

En los ojos enrojecidos de aquella pareja que casi me tumba al pasar, podían leerse los efectos de una sobredosis de algún barbitúrico comprado sin receta. New York era más que un conjunto de bloques y muchedumbre sujetas a un horario riguroso aquella mañana soleada. Nunca estuvo New York más esplendorosa que aquella mañana de mayo.

Vestido a la vieja usanza militar, con un raído gorro confederado y una camiseta de un rojo subido, aquel extraño hombre de expresión lejana, desmontó en la acera del banco un extraño instrumento de metal, reluciente como la plata. Su débil figura encorvada era tan triste como su mirada, pero lo era más aún su música.

Con una suave habilidad manejaba dos largos palos terminados en bolas de gomas que al caer sobre la superficie irregular de aquel instrumento, dejaban escapar los acordes de una monótona y sobrecogedora melodía. La brisa de mayo esparcía rápidamente los sonidos varias cuadras más allá de mis oídos de caminante.

Había en esa música que me atrajo con tanta fuerza un extraño mensaje de dolor y alegría, de miedo y esperanza.

Alrededor del hombre fue reuniéndose la gente. Parados como momias pasaban allí minutos y minutos, consumiendo su tesoro en una ciudad apremiada por el tiempo. Una elegante dama salió del banco, echó sobre la cesta un billete de cinco dólares, abordo en silencio una limusina negra parqueada en la calle y miró antes de partir al encorvado hombrecito que seguía allí tocando sin cesar su extraña melodía.

La música parecía tan negra como su piel, pero estaba sin duda por encima del color y de mis sentidos. Era la expresión de un lejano sufrimiento.

Hablaba quizá de un viejo sueno perdido y producía una sensación tan triste como las arrugas que surcaban su frente; pero era a la vez reconfortante. Podía hacerle sentir a uno agitado y calmo al mismo tiempo. No sé por qué seguía parado allí sin poder moverme, como electrizado por esos acordes monótonos y prolongados.

El hombre se fue quedando solo. Al mediodía, el sonido de la ciudad apagaba el de su metálico tambor. Sus brazos cansados por el esfuerzo podían apenas moverse sobre el instrumento. El último de los espectadores se retiró. Entonces recogió la cesta, vertió su contenido en un bolsillo y echó a andar.

Dos cuadras más allá, un niño le esperaba sentado sobre una silla de ruedas. El negro sacó unas monedas y compró un café para él y una manzana y unas flores para el muchacho. Alzando sus ojos cerrados, el niño se dirigió a él sin poder verle. Silbando la misma canción aquel extraño condujo al niño hacia el parque. Entonces entendí el mensaje de su música. Ahora el hombre sonreía y jugueteaba pero era todavía triste su melodía. Entre las flores de mil tonalidades que crecían bajo aquel sol resplandeciente de primavera, se podía escuchar en su música el llanto de un niño que había muerto sin perder la esperanza.