Desde que el terremoto arrasó a Haití en el 2010, los medios internacionales enfocaron la tragedia de la empobrecida nación cada uno destacando la ayuda humanitaria que ofrecían. En los medios Estadounidenses, la Republica Dominicana no es conocida por la ayuda que ha prestado a Haití sino por las deportaciones iniciadas en el 2011 en el marco sensacionalista de una “Isla dividida”, sin cuestionar el origen de la división. De antemano lo sabían: racismo y la tendencia dominicana a no definirse por su raza.
No fue el “racismo” dominicano el que separó a los dos pueblos como argumenta el Jesuita español José Luis Sáez, al referirse a la Separación de Haití de 1844. O a expresiones públicas de afroamericanos y latinoamericanos que desconocen la especificidad histórica de una isla caribeña, presa de la codicia sin ley de los Imperios Europeos y la Iglesia Católica Romana de los siglos XV al XIX; y de los Estados Unidos en el Siglo XX. O que juzgan atribuyendo al otro los límites de su propia percepción.
Fue la imposición de los intereses de los imperios de España y Francia, unidos a los intereses de la Iglesia Romana, los que sin proponérselos, conformaron dos pueblos con características e historias diferenciadas. Es esta la historia que no se inicia con la llegada de Cristóbal Colón a la Isla, ni con la historia colonial del siglo XVI, sino con las Devastaciones de 1605 y 1606.
Vimos en la columna anterior la opción de la Iglesia por la nobleza Católica Ibérica expresada en la primera bula Inter Caetera (3 y 4 de mayo de 1493) publicada por el pontífice Alejandro VI para despojar a las poblaciones de América de sus tierras y derechos y donarlas a la Corona Española y sus descendientes. Además, la bula creó el monopolio comercial al establecer la pena de excomunión latae sententiae a toda persona que entrase sin permiso de los reyes, con la finalidad “de buscar mercaderías”, o por cualquiera otra causa.
Los pueblos desmemoriados entran en círculos viciosos en vez de avanzar hacia sus metas de libertad, igualdad, y solidaridad
Debido al monopolio comercial impuesto por la Iglesia y España durante el Siglo XVI, los colonos no podían vender sus productos a mejor precio a otros compradores ni obtener de ellos los productos que necesitaban y que España no producía. El monopolio comercial dio lugar a que la población de la Costa Norte del Atlántico de la Isla Española, desarrollara un comercio activo de contrabando con comerciantes Europeos, principalmente holandeses y franceses.
Frank Moya Pons en su Manual de Historia Dominicana describe los pormenores que forzaron a los pobladores de la Costa Atlántica al contrabando con comerciantes holandeses, franceses, y portugueses, principalmente con la venta de cueros y azúcar a cambio de esclavos africanos. De toda la población que vivía de la cacería de ganado salvaje y crianza de ganado doméstico, la que residía en Santo Domingo y en el Sur, era la única que podía exportar a España los cueros; el viaje desde el norte a Santo Domingo resultaba más costoso que el pago que recibían por el producto, después de descontados los impuestos. Además, a finales del siglo XVI, los navíos españoles disminuyeron debido al peligro de corsarios franceses alrededor de la costa de la Española.
Por estas razones, los residentes de Puerto Plata, Montecristi, la Yaguana, y otras poblaciones cercanas al Norte y Oeste de la Isla, se entendieron con los extranjeros para comerciar y lograr los productos que necesitaban. El negocio de contrabando, con la complicidad de las autoridades locales, incidió en toda la Isla. Los dueños de ganado del sur comenzaron a llevar sus cueros a la denominada banda del norte.
Fue la Iglesia Católica Romana la palanca inicial que impulsó el corte con los comerciantes extranjeros. Reaccionó porque éstos distribuían literatura y Biblias protestantes. La literatura llegó a ser tan abundante y generalizada que el obispo López de Ávila escribió una Carta al Rey Felipe II, el 1 de julio de 1585 solicitando que el Santo Oficio de la Inquisición fuese establecido en Santo Domingo (citado por Américo Lugo, en su Historia de Santo Domingo, p. 327). La Corona no tomó acción.
En 1594, el entonces Arzobispo de Santo Domingo Fray Nicolás Ramos, escribió una Carta al Rey, “denunciando que si no se ponía respeto a la situación, la Isla iba en camino de perderse para los cristianos pues el tráfico de los vecinos con los ingleses y franceses herejes era tan intenso y tan lucrativo que ya casi nadie guardaba las apariencias en la Banda del Norte y se había perdido todo el respeto por la autoridad real y por la autoridad al Papa” (Moya Pons, Manual de Historia Dominicana (p. 66). La Corona tampoco tomó acción.
En 1601, el nuevo Arzobispo Dávila y Padilla decidió tomar el asunto en sus manos. Dirigió una sentencia de excomunión en contra de todos aquellos que realizaran cualquier comercio con los corsarios. Además, envió al Deán de la Catedral a predicar en toda la diócesis y condenar la lectura de la Biblia y “obras heréticas”. El informe enviado a la Corona reporta que fueron confiscadas 300 biblias en romance, “glosadas conforme a la secta de Lutero, y las quemó en la plaza de la ciudad” (Américo Lugo, citado por William Wipfler, p. 31).
Además, el arzobispo escribió al Rey solicitando el comercio entre Sevilla y los puertos del Norte incluyendo la protección de la costa con varios barcos armados. La segunda opción fue la concesión de libre comercio, tal como existía en las Islas Canarias. La negativa de la Corona a abandonar el monopolio llevó al nuevo Rey Felipe III a la solución más radical de despoblar la Banda del Norte.
Ordenó que las devastaciones fuesen ejecutadas por el gobernador Diego de Osorio y el arzobispo Agustín Dávila Padilla. Llovieron las peticiones de revocar la medida, debido a la complicidad generalizada y la conciencia de la ruina que sería generada. Ramón Marrero Aristy, Américo Lugo, Roberto Cassá y Moya Pons, citan las pérdidas en vidas y ganados y la pobreza generalizada creada por las devastaciones a través del siglo XVII.
Destacan la violencia y el despojo contra la voluntad de la población, que incluyó el incendio de sus viviendas y sembrados, la muerte del 90% del ganado de crianza, y la destrucción de la industria de la caña. El resultado fue la despoblación de más de la mitad de la Isla. Tuvo el efecto contrario al buscado: los terrenos despoblados se convirtieron en un imán para aventureros franceses que sentaron las bases para que los imperios de España y Francia dividieran la isla en dos colonias.
Es Pedro Mir quien en el primer volumen de su obra La noción de período en la Historia Dominicana, interpreta el significado de las Devastaciones del siglo XVII, como ningún otro acontecimiento de la historia colonial en la Española. El poeta crea una gráfica mental de la catástrofe: “interrumpió la continuidad histórica del emplazamiento español para tender una cortina impenetrable entre el Siglo XVI (…) y la historia viva y penetrante de los siglos venideros” (p. 24).
Mir hace un análisis sociológico del cambio abrupto producido en las relaciones de producción con la desaparición de los ingenios azucareros. Las relaciones esclavistas fueron sustituidas por otro sistema primitivo de producción, basado en la recolección y fundamentado en la institución de los terrenos comuneros. Institución que no fue creada en otras colonias Latinoamericanas, y que marca la especificidad que conformó al pueblo dominicano y su resistencia en el siglo XX al despojo de sus tierras comuneras impuesto por la Ocupación Militar de Estados Unidos (1916-1924) para iniciar la agroindustria transnacional azucarera importando obreros haitianos.
En palabras de Mir, “la emigración en masa de los vecinos pudientes de LA ESPAÑOLA a causa de las Devastaciones, con la consiguiente volatilización de la propiedad privada, deja en la Isla una población precaria de blancos pobres y antiguos esclavos negros que, tras una fase típicamente recolectora en la que el único cultivo que ha sobrevivido es el tabaco (…) da origen a una sociedad nueva –la “sociedad hatera”—caracterizada por el aprovechamiento común e imperturbado de las tierras abandonadas. De este modelo primitivo—y tal vez de éste cultivo solitario—va a brotar el pueblo dominicano” (pp. 24-25).
Por otra parte, los franceses, a través de la Compañía de las Indias Occidentales, se apoderaron de la Isla Tortuga y establecieron un dominio absoluto, expulsando a los demás grupos de aventureros. De aquí los aventureros franceses inician un proceso de migración hacia la parte oeste de la Isla de Santo Domingo. Mir describe como unos 30 años más tarde la Colonia Francesa, fue “firmemente sustentada en la importación masiva de esclavos africanos, en los marcos de una explotación económica y humana “gigantesca, típicamente capitalista, que la convertiría en el florón del imperio colonial francés y en el modelo mundial del sistema moderno de la esclavitud llamada de plantaciones. De este modelo excepcional va a brotar el pueblo haitiano”.
Durante un estudio cualitativo que realicé en 1992 con 18 grupos focales de mujeres en los bateyes del Ingenio de Barahona, pregunté a grupos de dominicanas y haitianas, en que se diferenciaban ambas nacionalidades. En su generalidad, las haitianas me dijeron que en los cabellos, las dominicanas que en la sangre. Ninguna conocía su propia historia, y mucho menos la historia de la otra nación. Los pueblos desmemoriados entran en círculos viciosos en vez de avanzar hacia sus metas de libertad, igualdad, y solidaridad.
Tampoco hemos asumido que los intereses de una Iglesia no son los intereses del pueblo. El ocultamiento del Concordato, y la sumisión de legisladores, jueces y gobiernos para mantener un estado confesional en violación a la Constitución Dominicana, constituye una traición al pueblo dominicano y un robo del dinero público. Esto así, porque los fondos del Tesoro Nacional destinados a financiar a la Iglesia Romana, así como los de Obras Públicas, Salud, Educación, y todos los Ministerios del Estado, se ocultan y no aparecen en el Presupuesto Nacional. Con el agravante, que ha creado una casta social privilegiada no elegida por el pueblo que utiliza su poder e influencia para imponer el Concordato en las escuelas públicas y luchar en contra de los derechos humanos de menores, de la mujer y de personas LGBTI.