Eventos de fuerza mayor  me impidieron  asistir al velorio y  al funeral de Licelott Marte para el adiós postrero que pondría fin a una larga relación de amistad de más de cuatro décadas.  Pero sobre todo de una impagable deuda de gratitud.

A comienzos de 1970 partí al exilio que me trajo a República Dominicana como destino definitivo.  Aunque había salido de la prisión en 1967 al resistir todas las presiones para que me integrara al proceso yo era una persona marcada en permanente riesgo de volver a encontrarme tras las rejas, y en el mejor de los casos condenado a arrastrar una existencia miserable como ciudadano de segunda clase.  Era  una época de extremo sectarismo. Fidel había fijado como axioma que quien no estaba con su revolución  estaba en su contra.  Abandonar el país era la única opción.

El día antes de la partida me despedí de mis dos hijas pensando que posiblemente no las volvería a ver.  Ambas eran pioneras, hacían milicia y trabajo voluntario, y la mayor acaparaba con frecuencia semanal los premios de emulación.  No traté en lo absoluto de convencerlas de lo contrario.  Hubiera significado crearles un trauma emocional y  violentar su derecho de libre elección.

Sin embargo, no perdimos el contacto del todo. Ya instalado en el país, nos escribíamos con relativa frecuencia y cada vez que tenía oportunidad a través de un amigo o conocido que fuera a Cuba les enviábamos todo lo que era permitido.   

Pasaron años hasta recibir una llamada telefónica desde Cuba. Era de mi hija mayor.  Primera vez en todo ese tiempo que escuchaba su voz. La conversación tomó casi dos horas. La invité a visitarnos y accedió.   Cuando arribó al país, recién acababa de contraer matrimonio.  Venía con dos meses de permiso y una advertencia admonitoria “Si te quedas, no volverás a ver a tu esposo”.   

Durante el tiempo que permaneció con nosotros, evadí en lo posible tratar el tema político, aunque ya ella mostraba dudas y señales de discrepancia con el sistema. No quería influir en su manera de pensar. Cualquier decisión debía partir de ella misma.  Al cumplirse el tiempo del permiso decidió regresar.

Un año más tarde dio a luz mellizos.  Decidí que mi madre, quien pudo salir de la isla y reunirse conmigo dos años después que yo, ya sexagenaria y padeciendo una grave afección cardíaca, viajara a Cuba  a conocer en vida a sus biznietos.  Lo hizo en compañía de mi esposa dominicana.  Yo me había prometido no volver  mientras no imperase un régimen democrático y se respetasen los derechos humanos.  Lo he cumplido hasta hoy.

Mi madre y mi esposa permanecieron una semana en la isla. El tiempo lo compartieron con mis hijas,  mis nietos que solo conocería mas tarde, y amistades a las cuales les transmitieron la reiteración de mi afecto por sobre el tiempo y la distancia.  Al regreso me informaron el deseo de  mi hija mayor y su esposo de salir de Cuba donde al no estar integrados su horizonte de vida resultaba muy limitado y su libertad en continuo riesgo.

En abril de 1980 Fidel Castro promovió el éxodo del Mariel. La inesperada apertura de salida perseguía  crearle un grave problema migratorio a los EEUU con la llegada de una masiva avalancha de exiliados a las costas de la Florida.  Aunque perversa fue una inteligente movida política.

De paso se libró de  una serie de peligrosos y empedernidos maleantes sacados de las prisiones que en años posteriores incrementaron de manera exponencial los índices de criminalidad en Miami, y llegaron a integrar una de las más peligrosas mafias del narcotráfico, que Hollywood recrearía luego en una cinta cargada de violencia interpretada magistralmente por Al Pacino, teniendo como contrafigura al actor Steven Bauer de ascendencia cubana.

Recibí entonces una llamada de mi hermana desde Miami para informarme que un conocido había arrendado un barco  para sacar a su familia de Cuba y estaba reuniendo personas que tuvieran el mismo interés para sufragar el viaje. La nave tenía capacidad para transportar  unas 20 ó 25 personas con razonable seguridad.  Para sacar a mi hija y su familia debí aportar 2 mil dólares que ella adelantó. 

Transcurrió mas de un mes de tensa espera.  Debido a la cantidad de embarcaciones  que congestionaron el puerto, el despacho marchaba a ritmo lento.   A las personas pedidas, las buscaban la noche antes para llevarlas al Mariel. Detrás quedaban confiscadas las viviendas y todas sus pertenencias.

Un día recibí la ansiada  llamada de Miami.  Cuando esperaba oir la voz de mi hija, escuché la de mi hermana para informarme que el barco contratado había regresado vacío.  Con acento contrito me explicó  la razón.  Al momento de tocarle el turno de salida a más de los familiares solicitados le imponían como requisito transportar a un grupo de personas desconocidas.  El capitán se negó de plano.    En tierra quedó varada su carga original librada al más incierto destino.

Mi hija, su esposo y sus dos menores hijos de brazos se encontraron de pronto sin  trabajo ni medios de vida.  Cuando presentaron su caso a las autoridades la respuesta fue “dígale a su padre que los mantenga”.  En cuanto a la salida de Cuba la instrucción fue que les consiguiese  visados.

Mientras me embarcaba en estas gestiones y a través de un tanto tortuoso mecanismo privado les hacía llegar ayuda económica, el esposo de mi hija se dedicaba a ventas callejeras para poder sobrevivir.  Dado que toda actividad privada se consideraba ilegal,  corría permanente riesgo de ser detenido.   No hubo dificultad en obtener los visados dominicanos, pero al no haber vuelos directos entre Cuba y el país se necesitaba de una vía de tránsito.  La resolvió el agente en Jamaica de una empresa a la que yo brindaba servicios profesionales.  Ignoraba entonces que no iba a ser el fin de la tensa espera.

Con sus visados en mano mi hija y su esposo acudieron a Inmigración para coordinar su salida. Sin mirar la documentación, el funcionario que los atendió les informó: “¿Quién les dijo que ustedes tenían permiso para salir de Cuba?”.  La inesperada respuesta provocó un desplome emocional tanto a ellos como a mí.

Por entonces yo llevaba años brindando servicio de asesoría en las oficinas de Frank Marino Hernández, uno de los hombres mas talentosos y de visión más amplia que haya conocido. Además de la relación profesional nos unía un estrecho lazo de inquebrantable amistad. Para poco antes de la Nochebuena, Frank ofrecía un coctel en su oficina.  Ese año no fue la excepción.  Licelott Marte figuraba entre los invitados.  En esa época se desempeñaba como vicecanciller.

De manera ocasional nos encontramos uno al lado del otro.  Del hombro le colgaba el  bolso cuyo abultado contenido le impedía cerrarlo. Después de saludarme  apuntó hacia el mismo donde  a la vista figuraban varios pasaportes.  “Compatriotas tuyos…”, me dijo. A seguidas agregó “Son funcionarios del gobierno cubano.  Yo soy la encargada  de otorgarles permiso para entrar al país”.   Sin asomo de premeditación y en forma espontánea respondí: “¿Entonces ellos pueden venir al país y mi hija no puede salir de Cuba?”.   Me miró con asombro.  En forma sucinta le expliqué el caso. Cuando concluí, me aseguró con voz firme: “Si tu hija no puede salir de Cuba, ellos tampoco podrán entrar al país”. 

Cuatro días mas tarde recibí un cable de mi hija desde Cuba dándome cuenta de que las autoridades le habían avisado que tenía permiso de salida. Por entonces había un único vuelo semanal entre Cuba y  Jamaica.   Era el que debía tomar junto a su familia.  Todavía, sin embargo, le tocaba pasar por otra amarga experiencia.  Ya listos para abordar el vuelo, les impidieron subir al avión con la excusa de que tenían un asunto pendiente en Inmigración.  El avión partió sin ellos. 

Al indagar les dijeron que había sido un error y que podían irse en el vuelo de la semana siguiente.  Fueron días de nueva espera en que ella, el esposo y sus menores hijos tuvieron que dormir en el piso del reducido apartamento donde vivía su madre con su segundo esposo, su hija y mi hija menor,  hasta que por fin les llegó la ansiada oportunidad de marchar hacia un futuro cargado de incertidumbres pero con promesa de libertad.

Haber logrado su liberación es la impagable e imperecedera deuda de gratitud que se sumó a los cada vez más estrechos vínculos que durante todos estos años anudaron nuestra amistad  con Licelott Marte, mientras seguía de cerca su larga carrera de servicio público a través de las distintas posiciones que desempeñó y donde dejó  siempre huella de capacidad, dedicación y probidad.