Siempre he creído que una de las principales cualidades imprescindibles para ser un buen rey es la de tener un verdadera conciencia de la realidad del país donde se vive, y no la que se posee rodeado de ágapes, viajes, brindis, lacayos, carros, sueldos millonarios, yates, una corte de chupamedias y lambones, y otros muchos privilegios por el solo hecho de ¨ser vos quien sois¨, es decir, por solo ser el hijo de su padre.
Por eso creo que los príncipes que por lo general se pasan decenas de años dándose la buena vida antes de ser proclamados reyes -pregunten a Carlos de Inglaterra- deberían cursar la carrera de Oficios del Pueblo, la cual consistiría en pasar cuatro o cinco años trabajando y viviendo como cualquier persona de pocos ingresos del país.
Por ejemplo, un año en una obra haciendo de albañil pegando ladrillos desde un andamio, otro año de camarero con diez o doce horas yendo y viniendo con una bandeja en la mano en una ruidosa taberna de barrio, uno más repartiendo pizzas y encargos arriba de una motocicleta pasando frío y calor, jugándose el pellejo por esas calles de Dios.
Y otro año recogiendo lechugas, vareando aceitunas o seleccionando frutas a sol y sereno, trabajos por los que se pagan sueldos de mil estrechos euros de al mes. Así, sabrían cómo se las arregla una parte muy importante de la población, no para vivir sino para sobrevivir, que ya es bastante en estos difíciles tiempos de crisis.
Al casarse, sea con una mujer de sangre real o plebeya, en lugar de gastarse cientos de miles de euros disfrutando varios meses dando la vuelta al mundo, o visitando países exóticos, con suerte y alguna ayuda económica extra de los amigos como regalo de bodas colectivo, podrían pasarse una luna de miel de una semanita en un modesto hotel de Alicante. Total, el amor entre dos es lo más importante y lo exterior es lo de menos, según se dice en las novelas del corazón.
Y en lugar de vivir en palacio de miles de metros cuadrados con multitud de habitaciones y amplios y cuidados jardines con fuentes y bellos árboles, deberían saber lo que es morar apretujado en un apartamento-cajón de cincuenta o sesenta metros en los suburbios de la ciudad, a hora y media de distancia del trabajo y pagando un alquiler de cuatrocientos o quinientos euros al mes.
Así sabrían de primera mano lo qué es sobrevivir con lo el corto resto de sueldo, más el de su esposa, si es que logra conseguir empleo, y que ganaría más o menos lo mismo, y cómo hacer magia de privaciones y sacrificios para llegar con un par de hijos a fin de mes.
En vez comer salmón, trufas, caviar y otros delicados manjares regados con champaña o vinos de solera, coronados con postres exquisitos, sabrían también lo que son varias veces a la semana llevarse a la boca unas lentejas, unas judías o unos garbanzos seguidos de una pasta rendidora para todos, y una naranja valenciana o una raja de melón de fin de ágape.
También conocerían lo que significa madrugar un buen madrugón con un frío que pela en invierno para ir al trabajo, embutido en una cazadora, capucha, guantes y bufanda.
O lo que es ir en metro con los odiosos trasbordos, o en el autobús que no parece llegar nunca a la parada destino, en lugar de ir tan confortablemente a dar unas vueltecitas o tomar unos aperitivos por ahí en uno de sus setenta carros con chofer, y posiblemente blindado, por si las moscas.
O llevar sus hijos a colegios públicos con muchachos peleones aficionados al ¨bullying¨ en lugar de tener cultos y políglotas preceptores desde la más tierna infancia.
En fin, que si en vez de ¨prepararse¨ teóricamente yendo a cursos en costosas universidades extranjeras para que doctos profesores les digan como gobernar teóricamente una nación, cursaran la ya mencionada carrera de Oficios del Pueblo, después, al ser reyes, tendrían una noción mucho más exacta de cómo es en verdad su país, en lugar de conocerlo por informes y datos edulcorados servidos por sus ministros o ayudantes.
Claro que tal vez la experiencia de vivir como los económicamente débiles (¡tremendo eufemismo!) les sirva para obtener aun mayor placer al ejercer como soberanos, porque tendrían con qué comparar lo bien que se vive cuando se vive bien, con lo mal que se vive cuando se vive mal. Además, a lo bueno se acostumbra uno rápido y lo malo se olvida aún más rápido.