Los historiadores han invertido mucho tiempo en investigar y difundir los momentos más difíciles de cada nación. Los investigadores iberoamericanos han distinguido sólo breves momentos de relativa calma en nuestra mal llamada América Latina. En Europa, la historia se estudia, en parte, al tener en cuenta períodos denominados “de entre las guerras”. Del llamado “Tercer Mundo” lo que más se ha destacado en los manuales de historia son precisamente los momentos más dramáticos y tristes.
En el caso de Estados Unidos de América, la importancia de esa nación en los últimos siglos, su desarrollo industrial y comercial, su rápida expansión territorial y más recientemente la gigantesca extensión de su zona de influencia, son factores que reciben la mayor atención en ciertos medios masivos de comunicación. No podían, pues, ser una excepción.
La nación surgió de las Trece Colonias, lo demás han sido territorios anexados por medio de alguna guerra o como resultado de la negociación. Su vida independiente se inició con la llamada “Revolución Americana” y poco tiempo después los descendientes de los puritanos calvinistas y los cuáqueros se enfrentaron a otra guerra con la Madre Patria, es decir, con el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. El conflicto bélico de 1812-1815 y la guerra con México de 1846 sobresalieron hasta el estallido de la Guerra Civil, denominada muchas veces “Guerra entre los Estados”. Detrás del conflicto estaban, además de un alto grado de regionalismo geográfico, los temas de la esclavitud y el abolicionismo. Se trataba de una nación dividida que, curiosamente, no empezó a curar sus heridas hasta fines del siglo XIX con la guerra contra España, acontecimiento que unió a sudistas y yanquis en un esfuerzo común con sus naturales ribetes de expansionismo.
El siglo XX fue para algunos el “Siglo Americano”. Esa situación se desprende de las victorias en dos guerras mundiales, la adopcíón de gran parte del estilo de vida estadounidense en infinidad de países, el predominio de la lengua inglesa y sobre todo de la economía norteamericana. Con territorio abundante, sin problemas de superpoblación, se reemplazó la vieja necesidad de expansionismo territorial gracias a bases militares en lugares estratégicos y zonas de influencia claramente definidas sobre todo en el Hemisferio Occidental y en la alianza del Atlántico. Sin limitarnos a ellas.
La “Gran Depresión” iniciada durante la gestión del presidente Herbert Hoover, las guerras mundiales y las de Corea y Vietnam, las luchas por los derechos civiles, las crisis en el sector laboral, fueron episodios que contrastaron con los grandes éxitos económicos, tecnológicos y políticos. La Guerra Fría permitió el crecimiento del complejo militar industrial sobre el cual advirtió, al terminar su mandato, el presidente Dwight Eisenhower. Ahora el tema, avivado durante la pasada campaña, es el de la llamada ïnmigración de “indocumentados” y los grandes proyectos son el proyectado muro que “separaría” a Estados Unidos de México y tratar de eliminar el plan de la salud aprobado bajo la dirección del presidente Barack Obama.
Pero hasta pudiera repetirse, retomando el tema internacional, que la Guerra Fría terminó, al menos en los aspectos más sobresalientes. La desaparición de las llamadas “democracias populares” y el Pacto de Varsovia y lo que Fidel Castro denominó “el desmerengamiento” de la Unión Soviética, fueron reemplazados por la asimétricas guera con Irak y otros encuentros bélicos como el de Afganistán, nada fríos sino bastante calientes.
Pero sobrevivieron regímenes socialistas en Cuba, la China Popular, Corea del Norte, Vietnam y bolsones de socialismo considerados como radicales “por aquí y por allá”. Sin olvidar la crisis permanente en el Medio Oriente, el problema del terrorismo, el narcotráfico y una larga lista. Aun enumerando otras situaciones comparables, nada nuevo existe bajo el sol. Todo eso y mucho más, salvando las distancias, ha ocurrido en otras fechas. Ni siquiera hemos tenido que contemplar el efecto de la llamada “peste” que eliminó a la población de media Europa en el medioevo.
En ese entorno, con gobiernos más o menos populares, relativamente “exitosos” o criticados en aspectos fundamentales, el experimento iniciado en Filadelfia en 1776 o con los “Peregrinos del Mayflower” (escoja usted) sigue flotando, por la gracia de Dios, en las aguas procelosas de un mundo que dista mucho de ser unipolar. Y mucho menos se cumplió aquello del publicitado “fin de la historia” predicado por alucinados aspirantes a combinar la futurología y la historia con la bobería intelectual del momento.
Para bien o para mal, la Federación Rusa y la China Popular sirven de contrapeso al poderío norteamericano. Los ayatolas de Irán y los otros conflictos regionales siguen preocupando a la nación estadounidense que centra más bien su atención en el terrorismo y en el diferendo arabe-israelí, con sus características de eternidad predichas en los años cuarenta por el presidente cubano Ramón Grau San Martín. En cuanto a América Latina, hace tiempo fue eliminada de la lista de prioridades del Departamento de Estado.
Más allá de lo anterior, como una amenaza convertida coyunturalmente en alivio, no debe olvidarse tampoco el resultado de la “balanza del terror”, ese gigantesco peligro que, curiosamente, evitó una tercera guerra mundial durante la “crisis de los cohetes” de octubre de 1962. Mi primera clase en un curso de Ciencias Sociales que tome al llegar a Estados Unidos fue precisamente un estudio sobre la famosa “balanza del terror”.
Y después de idas y venidas, de vueltas y revueltas, llegamos a la inesperada e insólita “era de Trump”. La nación está polarizada y el mundo estupefacto. Es necesario vivir en Estados Unidos y recorrer sus calles y lugares públicos, o por lo menos estar atentos a sus medios de comunicación social, para comprender que para un gran número de estadounidenses, la mayor preocupación no es Rusia o China, ni siquiera Corea del Norte o sus ensayos balísticos, sino lo que muchísimos norteamericanos consideran como un “problema bipolar”, que no es el conflicto con la URSS sino las complicadas características del actual ocupante de la Casa Blanca.
Hasta cierto punto, además de datos más o menos conocidos, me limito a mencionar lo que escucho diariamente. Recuerdo, durante la pasada campaña presidencial, que el candidato Trump, al mencionar asuntos negativos de sus oponentes, republicanos y demócratas, afirmaba frecuentemente que “muchos me han dicho”. Bueno, repito ahora sus palabras y me circunscribo también a aquello de que “muchos me han dicho”. Y lo dejo ahí. Así que, por el momento, añado a cualquier aspecto informativo o de investigación la ya famosa declaración acerca de que “muchos me han dicho”. No creo sea la fuente definitiva o preferida, pero son palabras del gobernante del país más poderoso del planeta.
Quizás se exagera. Pueden producirse cambios en la conducta del gobernante o en la negativa reacción de sus adversarios, pero nunca había escuchado tantos calificativos duros y ofensivos, muchos de ellos probablemente injustos, contra un ocupante de la Casa Blanca. Es cierto que el anterior presidente, Barack Obama, fue ofendido e insultado por muchos, entre ellos por el actual presidente, pero si el actual primer mandatario escuchara lo que se dice de él por las calles de las grandes metrópolis estadounidenses, pudiera pasar el peor rato de su vida.
Más allá de cualquier crisis o de la opinión personal acerca del gobernante, este merece respeto y no debe desearse sino lo mejor para su gestión de gobierno. Todos dependemos de sus éxitos y fracasos. Por otra parte, el mundo debe desearle al menos estabilidad a Estados Unidos. Una crisis profunda en Norteamérica afectaría a casi todo el planeta. Se trata de una nación que, en el presente momento histórico, es indispensable. Incluso para Rusia y China. Si cae la economía norteamericana sería necesario buscar refugio en otro planeta.
Además, como decíamos en mi nativa Cuba y se afirma en otros lugares: “hay cosas que son del tiempo y no de España”. Por otra parte, hacer una lista de críticas dirigidas a la Casa Blanca, necesitaría de la utilización de todas las computadoras y medios imaginables. Sus defensores parecen decididos a mantenerse a su lado y la lealtad es generalmente una admirable virtud, pero negar la hora difícil por la que pasa el país sería como imaginar que la popularidad del presidente es algo que impresiona más allá del círculo de sus leales partidarios. El presidente afirmó durante su campaña electoral que el podía matar a alguien en plena calle y continuar recibiendo apoyo de sus seguidores.
Ante el simbolismo de palabras tan “inspiradoras”, “elegantes”, “sobrecogedoras” y “emocionantes”, sería casi imposible negar que Estados Unidos se enfrenta a una hora especialmente difícil.