La pelea estaba cazada entre la traba de Francisco Santos, un campesino de Cutupú, La Vega y la de Alejo Casimiro de Villa González, Santiago. Los espectadores permanecían sentados alrededor del ruedo, como si estuvieran en torno al altar de la patria, recordando el sacrificio de sus héroes en lucha independentista.

Estaban perfectamente divididos en bandos, pareciendo formar el cuerpo de los animales que sostenían en sus manos, con sus picos filosos iguales a dagas de acero. Los dueños de los gallos situados al frente de cada uno de los batallones de seguidores, se movían de un lado a otro, gritándose consignas, ignorando que cinco minutos antes se habían saludado como amigos y conocidos de toda la vida.

Mientras vendía tragos a los visitantes que deambulaban por los alrededores de la gallera, los ojos de Encarnación contemplaban la escena de guerra dibujada entre aquellos dos animales con máscaras humanas. Detenía su mirada en el rostro de los hombres enfrentados frenéticamente, semejando monteros enemigos a muerte. Sustituían sus venganzas, sus golpes físicos, por las espuelas adheridas a las patas de sus animales. Movían los brazos y sus cuerpos, los dientes rechinaban amenazando arrancar de cuajo la cabeza de su rival. Las espuelas de aquellas bestias de combate eran puñales letales y criminales a ser clavados en el corazón de su víctima.

Sin duda alguna, los gritos de los bandos enfrentados salían de la sangre, de las patas y de los músculos de sus fieras domesticadas. Dejaba de existir la diferencia entre gallo y hombre para transmutarse en un nuevo ser poseído por el odio, el orgullo, la rabia y la venganza que se coronaba con la muerte o la huida obligada de uno de los contendores. Palabras soeces eran empleadas en este espacio sin restricción, no existían condiciones para corregir códigos de conductas donde las cuestiones vitales eran dos: ganar o perder.

Los animales enrojecían y ensangrentaban sus cabezas en la medida que avanzaba la pelea, los rostros de los hombres tenían toda su virilidad concentrada en sus ojos, poseídos por un demonio antiguo y venido en barco hasta estas islas del Caribe. Las apuestas oficiales y extraoficiales aumentaban de acuerdo a las posibilidades de ganar que tenía cada animal. Fue en ese momento de pleno furor, que Encarnación y sus hijas presenciaron el instante mortal en que el gallo de Francisco mató al de Alejo, propinándole un brutal espuelazo en la cabeza.

Carmita y María, hijas de Encarnación, voltearon la mirada para no contemplar aquel tiro de gracia y la cabeza de aquel animal traspasada y colgando aún de uno de los garfios del enemigo. Las voces victoriosas de los ganadores enmudecían la rabia silenciosa de los perdedores. Encarnación permaneció petrificada ante aquella escena, mientras decía en voz baja:

-¡Virgen Santa!  Igualito a la muerte de Lilís y Trujillo, asesinados como perros en medio de sus lambones. Mientras gobernaban, en las iglesias y casas del país se rezaba por ellos devotamente, los adulaban como dioses, igual estos galleros a sus gallos, pero cuando se supo de sus muertes, cerraron sus puertas, pareciendo huir de una bestia rabiosa. En estas tierras es siempre lo mismo, los tumba polvos matan a sus caciques y de los mismos infelices salen otros jefes hasta el infinito. ¡Qué país!, concluyó. Mientras sostenía su caja vacía de mercancías.

Los gallos fueron levantados, el vivo y el muerto. Los perdedores evadían las miradas, guardando en su memoria los triunfos conquistados por aquel animal que ahora yacía en la pata de la muerte. Los gritos frenéticos de victoria de los partidarios del gallo de Francisco Santos, no tardaron en sonar. Brincaban como niños luego del triunfo de una olimpíada. Los bancos que formaban el ruedo y sobre los que ahora estaban de pie, vibraban igual que el cuero de una tambora en tiempo de Navidad. Se abrazaban, como si escucharan la noticia de su partido ganador. Besaban su gallo victorioso semejante a una esfinge sagrada, mientras los seguidores de aquellos líderes emprendían la ruta hacia sus casas a ocupar sus puestos en el seno de su eterna pobreza manipulada por políticos hasta dejarla en el mismo lugar.

Escena tomada de mi próxima novela, Palmarejo: el sabor del tabaco.